El largo camino circular

Yo no decido nada. La suma de votos de todos nosotros no resuelve nada.

No te engañes. Votar no es un deber ciudadano. Es impopular llamar a la abstención, al voto nulo, al voto en blanco. Estoy convencido de que esto es un juego cínico. Quieren mi voto para legitimarse. No se lo daré.

Lo siento. Soy un mal ciudadano. No votaré por el menos peor. No lo haré. No votaré por el pequeño candidato de un pequeño partido creado días antes de vencerse el plazo. Cartas marcadas, pistola en la mesa y las puertas cerradas con llave: así me quieren tener para decir que ganaron, que cientos de miles de ciudadanos los respaldan. Listas cerradas de diputados harán llegar a los Galdámez, Crespos, Melgares, Arzúes, Lames o Ubicos. Entrarán hasta la cocina de tu casa. Felipe Alejos ni se despeinará (textual y metafórico) para ser elegido. Le basta con la fuerza del deseo vil del poder. Que no me jodan con el juego democrático.

Fiesta cívica: expresión decimonónica, como todo en este país. Todo está dicho desde hace doscientos años y no lo vamos a cambiar con un voto.

Unidos vamos a la victoria porque creo que podemos entre todos esperar la prosperidad de lo que nos une. Y así encuentro el valor y la fuerza viva mientras avanza la convergencia que nos libre de las palabras vacías, de los partidos de cartón y garaje, como las Iglesias, como las universidades, como los colegios, como las empresas fantasmas proveedoras del Estado, como los doctorados de las magistradas y fiscales generales.

Fiesta cívica: expresión decimonónica, como todo en este país. Todo está dicho desde hace doscientos años y no lo vamos a cambiar con un voto.

Tú decides, dicen los medios de siempre: prensa, televisión y radio; apéndices del poder, como las asociaciones y sus debates acartonados de candidatos aburridos esperando que pase el mal trago de hablar en público en vez de hablar con los que mandan. Perder el tiempo aparentando preocupaciones de la gente mientras en mi casa hago zapping escupiendo insultos a la pantalla que no me oye, que solo trasmite el sinsentido del juego demencial del poder avalado por unas equis dibujadas en papelitos de colores: el blanco para presidente, el blanco de la pureza o de la ausencia total de color, el blanco y la nada moral.

No soy mejor que los que votan. No hay atisbos de superioridad en la abstención o en escupir una flema sanguinolenta en la boleta para anularla con la repulsión de todos los líquidos de mi cuerpo. Es un ejercicio estúpido como cualquier otro que hago a diario, pensar que por allí no es mi camino y decir en voz baja, con vergüenza, «en estas condiciones…». No es por Thelma o por Zury. Es el hastío y el polvo de mi conciencia, el grito sordo sobre el cartel desparramado en las aceras y esquinas que me muestra gente que no conozco, pero que dice conocerme, con su lápiz ridículo en la mano o sus pelos sueltos de salón, sus corbatas de colores del partido, sus anillos de masón.

Se que soy privilegiado, que tengo casa, comida, libros, imágenes, sensibilidad, miradas cariñosas que me observan, alguna caricia casta y otras lascivas. Sé que no soy el Pablo Pueblo de Blades. Sin embargo, al escucharla tiene sentido.

Dieciséis para que no cambie nada, solo los gritos por abajo.

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