El Evangelio de las Ciudades Tristes

«Nosotros te recordaremos
cada vez que veamos unos tenis colgando
/de un cable de luz,
sabremos que pasaste por ahí, pajarito,
dejando tu bípedo recuerdo sobre nuestras
/cabezas»
A un cuerpo en la orilla de un puente. Julio Serrano. Actos de Magia.

Estoy en uno de esos sitios donde se celebran cumpleaños para niños. Uno de esos que se quedó encerrado en los noventa, sino es que en una época previa. Lo recuerdo en mi propia niñez y la verdad es que no ha cambiado mucho. Sobre todo, no ha cambiado el escenario con los enormes robots de una pájara, un monstruo, una rata y un cocinero.

Son horribles. Parecen salidos de una película de terror. Mueven apenas los brazos para tocar sus instrumentos musicales. Simulan ser una banda. Mueven los ojos frenéticamente con las canciones. Dan un poco de miedo.

Conozco poca gente en la fiesta. Es el cumpleaños de un amigo de mi hijo. Y los pocos que conozco son los padres de los niños del equipo de béisbol. Esa tribu de señores y señoras que gritan como desaforados para que sus hijos anoten. Así que me senté por ahí, esperando a que todo transcurra en paz, en orden y muy rápido.

Los niños ya corren por todo el sitio, incluido entre ellos, mi hijo. Pasaron por el escenario mirando los robots moverse y uno de ellos confirmó mi versión: dan miedo. Luego siguieron hacia las máquinas de juegos y se entretuvieron ahí.

Huele a pizza. En la mesa ya se sentaron algunas mamás que conozco, incluida la tía de mi hijo. Qué fortuna. Así que empezamos la charla, como acostumbrados a socializar en esas fiestas.

Hubo un momento en mi vida en el que los fines de semana se me iban en asistir a piñatas. Y vamos, en la mayoría de ellas había más adultos que niños y todos aplaudíamos y gritábamos como si fuéramos niños cuando por suerte había un buen payaso animando la fiesta.

Pero esta vez la charla no dio para mucho. Mi hijo llegó a pedirme que le comprara monedas para las máquinas y me llevó directo a la caja. Compré un buen número dispuesto a que enloqueciera jugando, pero al nomás tenerlas en la mano, una parvada de niños me cayó encima. Eran sus amigos. Cada uno me pidió una moneda, hasta terminárselas.

Creo que le caés bien a mis amigos, me dijo mi hijo, casi consolándome. Qué risa. Decidí quedarme un rato por ahí, mirando cómo se divertían. La semana no fue del todo alentadora en el trabajo. El lunes pasado, buscábamos la pista de una mujer que se había suicidado en el sitio donde se prostituía. Como no sabíamos si el bar quedaba en la zona siete u once, pedimos a la base de datos que nos diese ambos resultados.

Había olvidado que el Puente del Incienso quedaba en la zona siete. Uno a uno, empezaron a salir los nombres de los suicidas. Y en la época en que parecía haber ocurrido el de la persona que buscábamos, había un grupo enorme.

Recuerdo que fue una noticia sacada de una novela de ciencia ficción. Y quizá aunque no tengan relación, lo asocio con la misma época en la que un helicóptero del ejército con las luces apagadas, rondaba la ciudad en busca de un pandillero.

Es imposible encontrar a un pandillero desde un helicóptero a menos que cargara una antorcha encendida en la cabeza. Sin embargo, el ruido de la nave rondando era costumbre todas las noches.

A veces imaginaba que caía sobre mi techo. En ese entonces me había mudado al barrio donde crecí, en un pleno acceso de nostalgia que se curó cuando me topé con el muro de diez metros, dividiendo mi colonia de una más popular.

Se escuchaban tiros todas las noches. Y después de cada tiroteo, tenía medido el tiempo en el que se escuchaba el ulular de las ambulancias. Doce minutos exactos. El tiempo suficiente para que la víctima del tiroteo muriera.

Al otro día miraba las noticias y podía ponerle el rostro a la víctima. Y aunque no ocurrían en mi colonia daba igual. De cierta manera, había atestiguado un asesinato.

Una noche llegaron muy cerca de la barda en el tiroteo, pensé que una iba atravesar el techo. Tenía a mi hijo conmigo y lo que hice fue ir a cubrirlo mientras dormía. Qué horror. Al otro día me enteré que en una de las casas del otro barrio, al lado de la barda, una de esas balas había atravesado el techo y asesinado a un niño de la edad de mi hijo.

Para colmo, todas las mañanas miraba a los niños hurgar entre la basura de los vecinos. Iban acompañados de sus madres o sus abuelas, todos impecables de limpios. No eran ropavejeros o familias de indigentes, no. Eran familias que se la pasaban mal, muy mal, apenas a dos cuadras de mi casa.

Caray. Me mudé después del tiroteo a otro sitio, donde por fortuna no me ha pasado algo así de violento. Y bueno, volviendo a lo del puente, pues es que también en esa época fue cuando el gobierno mandó a patrullar a varios soldados el sitio para que evitaran que la gente se tirara.

Una novela de ciencia ficción. Una barda enorme se construyó para que nadie se lanzara y encima hombres armados estaban a la espera de evitar un suicidio.

Viniendo de barrios duros donde la vida no vale nada, la solución era meramente cosmética. La gente se siguió tirando o encontró otras formas de las que quitarse la vida. Como la de esta semana, cuando un niño de once años que se suicidó en ciudad Peronia, colgándose de una viga en su casa.

Once años. A esa edad me preocupaban tan pocas cosas. Y quizá tuve mis desencuentros o tristezas, pero jamás me sentí abandonado. Tenía a mi familia, a mi madre luchando por mí. Qué habrá sentido ese niño, para que a esa edad la vida le parezca una opción tan insufrible.

Durante el primer trimestre de este año, según datos de la Procuraduría de Derechos Humanos, se han quitado la vida al menos ocho niños y adolescentes. Recuerdo otros casos: el de la niña acosada por los mareros que para no ser tomada por la pandilla, que se ahorcó en su casa con una rosa blanca entre las manos. Vivía sólo con su abuela de setenta y dos años, que trabajaba en turnos larguísimos.

También tengo en mente a la niña que se ahorcó en uno de los puestos del mercado de la Terminal. La de quince años que mató a su hija recién nacida y luego se suicidó ella. El muchacho que se ahorcó en la covacha donde vivía dejándole una nota a su mamá pidiéndole que no se peleara tanto y que no le pegara a sus hermanos. O la adolescente que dejó una nota pidiéndoles a sus padres que su abuelita fuera a su entierro.

Ahí está la nariz del monstruo. Cuánto daño habrán tenido estos niños y adolescentes para creer que la vida no vale nada. Cuánto horror y cuánta desesperanza habrán tenido que atravesar antes de hacer el nudo en la cuerda donde penderían sus pequeños cuerpos.

Y a la mayoría nos parecen noticias ajenas, como si no ocurrieran entre nosotros. Hay que ver cuánto espacio le dedicaron los medios escritos a cada nota: una o dos líneas. Como si se fueran pidiendo perdón por lo que hicieron. Como si ahí también su existencia pequeña se diluyera entre notas más importantes que su vida. Hay anuncios de jabón que tienen más texto que las notas de sus muertes.

Qué pasaría si el niño de once años hubiese sido alumno de un Colegio de renombre. Estoy seguro que se formaría un evento masivo, para hablar sobre el suicidio y yo qué sé qué más cosas. Pero no para estos niños, porque al final les damos la razón: su vida nos importa tan poco. Al final es otro deceso en una guerra sin cuartel que a veces nos toca con sus pequeñas brasas, cuando nos roban un teléfono o cuando sorteamos un cadáver entre el tráfico.

Habría que ver la inmensa lista de suicidas que hay en esta ciudad. Habría que recordar que colocaron soldados para evitar que la gente se quitara la vida. Habría que darse cuenta de que la alegría es un bien escaso incluso para los niños, los de los barrios duros. Pero para eso tendríamos que defender la vida y eso significaría dejar de una vez por todas de tener miedo a estar vivos, realmente vivos.

No lo sé. A veces parece como si esta ciudad tuviera muchos sótanos y quisiéramos ocultar todo dentro de ellos.

Estoy en un cumpleaños, celebrando una vida. Acá los niños corren por todos lados, llenando con sus risas el lugar. Incluso este sitio viejo, parece simpático cuando los miras alegrarse entre los juegos.

Nos parecen horribles los robots animados. Somos tan inocentes. A veces olvidamos que al salir de acá el verdadero horror nos está esperando. Pero no se basta, es al final un perro pequeño y rabioso. La vida siempre se impone, la vida siempre encuentra el camino, me repito mientras miro a mi hijo correr entre los juegos. 

scroll to top