«El rol del Estado [se deduce] observando las diversas maneras en que su intervención y su presencia pueden advertirse en múltiples manifestaciones de la vida cotidiana de una sociedad» (Oscar Oszlak).
En nuestra última columna empezamos a reflexionar sobre cómo la sociedad guatemalteca encuentra formas de superar sus problemas y conflictos aun a pesar de la debilidad y la ineficiencia del Estado. En el presente ejercicio de reflexión queremos centrarnos justamente en el rol de las instituciones estatales y en la manera en que estas condicionan la vida de los guatemaltecos. La teoría llamaría a este enfoque la función de cohesión o el caos impulsado por las instituciones estatales en la regulación de la vida cotidiana.
Una primera dimensión de la capilaridad del Estado es la marcada obsolescencia de la mayoría de las reglas y procedimientos vigentes, que parecen diseñados para no cumplirse o, en su defecto, para cumplirse de manera discrecional y arbitraria. Por eso es posible pensar que, de forma abrumadora, la experiencia cotidiana de los ciudadanos respecto a las instituciones del Estado es, la mayoría de las veces, una experiencia desagradable, pues prevalecen la pérdida de tiempo, las largas colas, los trámites engorrosos, las reglas obsoletas y una abrumadora cantidad de empleados públicos poco empáticos y colaboradores.
Una segunda dimensión es la marcada ausencia del Estado o su deficiencia notoria en áreas clave como salud, educación, trabajo, infraestructura o disponibilidad de recursos para atender emergencias. Cuando y donde más se necesita la presencia de las instituciones del Estado, cuando y donde más se notan la ausencia y la deficiencia de estas. Las imágenes de la manera tardía e ineficiente en que se les ha dado respuesta a las emergencias provocadas por los desastres naturales, por ejemplo, demuestran la poca capacidad de respuesta o de previsión con la que el Estado provee protección y auxilio a sus ciudadanos. El ciudadano, por lo tanto, sabe que en horas de angustia el Estado es un obstáculo más que una bendición.
Lo peor no es que el Estado aparezca en la cotidianidad como obsoleto, ineficaz e ineficiente, sino que, cuando lo hace, lo haga solamente para generar malestar, descontento y rabia.
Pero lo peor no es que el Estado aparezca en la cotidianidad como obsoleto, ineficaz e ineficiente, sino que, cuando lo hace, lo haga solamente para generar malestar, descontento y rabia. Buenos ejemplos de esto son las batallas campales que han protagonizado los agentes de la Policía municipal y los vendedores ambulantes o los enfrentamientos periódicos entre policías y ciudadanos que se dedican a la comercialización de productos piratas o de contrabando, que evaden los impuestos y los procedimientos formalmente establecidos por el Estado. Los ciudadanos, por lo tanto, no solo han aprendido a sobrevivir sin contar con el auxilio del Estado, sino que además han diseñado múltiples mecanismos para enfrentar, evadir y minimizar la intervención oficial. Justo por ello pagar impuestos y apoyar los procesos de transformación o de fortalecimiento institucional no se perciben como una prioridad fundamental. Mientras menos Estado haya, mejor. La percepción del Estado como obstáculo o enemigo es más fuerte que cualquier argumento en favor de fiscalizar o de promover cambios institucionales.
Paradójicamente, son las mismas desestructuración y debilidad de las instituciones las que promueven la inercia que las vuelve inmunes al cambio. Los políticos y funcionarios se encuentran en su zona de confort debido a que pueden seguir navegando en el mar de las inconsistencias estructurales para obtener réditos y ganancias personales mientras los ciudadanos y actores de la sociedad civil ocupan la mayor parte de su vida en garantizar su supervivencia mediante estrategias innovadoras para ofrecer bienes y servicios que les aseguren su sustento diario, así como en ampliar y conservar las redes de inclusión que les permiten sobrevivir en momentos de angustia. La obsolescencia, la ineficiencia y el caos regulado, por lo tanto, siguen su curso cotidiano sin que en lo inmediato se vislumbre una auténtica fuerza de cambio.