«Nuestra hipótesis, según la cual también los Estados pueden desarrollar características anómicas, rebasa los límites dentro de los cuales ha sido tratado hasta ahora el problema de la anomia» (Waldmann, 2006).
Desde que leí por primera vez el concepto de Estado anómico, desarrollado por el alemán Peter Waldmann, me interesé en el concepto y en sus implicaciones. Empecé a encontrar mucha literatura coincidente, desde los estudios del politólogo argentino Guillermo O’Donnell hasta los historiográficos y culturales de autores como Fernando Escalante, Sara Sefchovich, François Guerra y el gran Octavio Paz, todos ellos desarrollando la idea del quiebre entre una institucionalidad intermitente y una estructura de poder paralelo conformada por saberes y prácticas que, aunque son ampliamente conocidos, nadie se atreve a nombrar.
Fernando Escalante, de hecho, en un debate que presencié en México a inicios de la década pasada, reconoció el importante aporte que realizaba Waldmann. Sin embargo, su crítica era que, dado que el concepto de anomia fue usado en la sociología para calificar los procesos de cambio y transformación institucional, su definición llevaba a pensar en una etapa transitoria de los Estados en América Latina, lo cual dejaba entrever que en algún momento se iba a llegar a una situación más ideal. Además, Escalante señalaba que, si se seguía la lógica del concepto anómico, eso sugería no solo un Estado con esta característica, sino que la anomia se extendería a todos los ámbitos sociales, políticos y económicos, de modo que el concepto lo describiría todo sin especificar nada en concreto.
Desde entonces, todo mi trabajo y todos mis estudios han enfocado sus baterías a reconstruir la idea del Estado anómico siguiendo especialmente las críticas hechas al concepto original descrito por Waldmann.
Debido a la crisis política que Guatemala ha vivido desde abril del año pasado, empezó a surgir con fuerza la idea de que es necesario desarrollar acciones y procesos para la reforma del Estado de manera que contemos con una institucionalidad más eficiente e intuitiva de las necesidades de la ciudadanía. Sin embargo, si no consideramos la naturaleza anómica del Estado y de la sociedad, cualquier intento de reforma está condenado al fracaso: no se atacarán las estructuras y prácticas paralelas que se esconden bajo leyes inadecuadas, instituciones debilitadas y prácticas informales, que se desarrollan de forma paralela a las declaraciones y acciones formales y que están diseñadas específicamente para ocultar las verdaderas intenciones y los intereses ocultos (decimos lo que no hacemos, hacemos lo que no decimos).
Justo por esta característica anómica del Estado y de la sociedad, cualquier proceso de cambio se enfrentará al escepticismo público, que ante el quiebre entre lo formal y lo informal parte de una desconfianza sistémica, ejemplificada por la frase: «Hecha la ley, hecha la trampa». Auténtica pesadilla para cualquier reformador, que será combatido por los enemigos del cambio y abandonado en la soledad de quienes quisieran un cambio.
Esa característica anómica es la que explica el marcado pesimismo de la sociedad, que siempre percibe que, pese a que todo cambia, en realidad la esencia anómica se mantiene.
Entender la naturaleza anómica del Estado y sus múltiples ramificaciones, por tanto, es un requisito indispensable si se quiere transitar hacia una situación cualitativamente diferente a la que actualmente tenemos.