El anonimato es un velo que han usado desde justos hasta verdugos, desde artistas hasta criminales.
Es un denso manto negro que separa la realidad del enigma. Y, sin contradecir que lo que es no puede separarse de lo que debe ser, el anonimato, con independencia de los fines que persiga, es un resguardo. No es un escondite, aunque esa fue la primera palabra que escribí solo para terminar reemplazándola. Es que el anonimato tiene sus aristas. Es otro universo.
Tiene un trasfondo que trasciende a la persona misma, en el cual la identidad del individuo se lleva como un bagaje innecesario. Como en los grupos de 12 pasos, en los que se antepone como principio frente a la personalidad. O para algunos artistas, que lo consideran tanto sello como burla. «Hay demasiados idiotas arrogantes queriendo poner su cara frente a ustedes», dice Banksy. Existen denuncias que se presentan como anónimas porque se sabe que el anonimato es un escudo frente a los agresores. Incluso, puede ser garantía contra las desigualdades y, ante la falta de una identidad que nos otorgue características que nos definan e identifiquen, hace que todos parezcamos iguales, aunque esto solo sea una falacia. En los años 70, para evitar la práctica discriminatoria continuada en la conformación de las orquestas municipales en Estados Unidos (conformadas casi en absoluto por hombres blancos de clases media y alta), las audiciones empezaron a realizarse detrás de paneles oscuros que separaban a los jueces de los músicos, que así se constituían en verdaderos velos de la ignorancia y permitían de esta forma que el músico se transformara en nada más que un instrumento. La práctica se ejecutaba con tal cuidado que incluso se llegaba a cubrir el suelo con una alfombra para que no se pudiera escuchar la suela del calzado contra el piso y diferenciar así entre hombre y mujer. Al terminar las audiciones, seleccionar a los músicos y apartar el velo, resultó que, en algunos casos, todos los seleccionados eran de nuevo hombres blancos de clases media y alta. Eso no quiere decir que con el tiempo la práctica no fuera exitosa, y las razones que se han considerado en torno a sus resultados son diversas. Aunque usualmente este es un ejemplo sobre igualdad y discriminación, también es un ejemplo de anonimato y de cómo esta figura tampoco puede garantizar que, al caer el anonimato y descubrir el telón, detrás de él no estarán los mismos de siempre, sean músicos o dinosaurios.
El financiamiento electoral anónimo, como un anonimato que carece de un fin superior, se anula a sí mismo.
Así sucede con el financiamiento electoral anónimo. Se ha intentado minimizar su trascendencia y desde hace meses se discute qué pena le corresponde. La comisión extraordinaria del Congreso apenas acaba de llegar a un acuerdo para presentar una propuesta manoseada por las mismas manos que recibirán los aportes para la campaña del próximo año. Aparentemente, para estos el financiamiento electoral anónimo es mucho menos grave que el ilícito, aunque la única diferencia entre ambos es que en el ilícito se sabe que el dinero proviene de una actividad delictiva mientras que en el anónimo no se sabe de dónde proviene. Es otra falacia.
El anonimato es un velo. De un lado están los que aportan y financian ilícitamente campañas políticas y del otro nosotros. Para ellos, el anonimato es el instrumento de la corrupción. Bajo este resguardo se transforman en impunidad al doblegar voluntades al ritmo de la melodía del dinero. Quince millones le dieron al FCN bajo esta figura. Y ahora que se tiene la opción de construir democracia con bases fuertes, con penas sólidas, severas, que cumplan con su objetivo de actuar como un desincentivo para delinquir, en realidad se está discutiendo la legalidad de lo ilegal. Se han suavizado las penas porque no sea que se magullen aquellos que, sin dar la cara, quieren aportar contribuciones millonarias.
El financiamiento electoral anónimo, como un anonimato que carece de un fin superior, se anula a sí mismo. En este caso sí es un escondite. Más que eso, es cobardía y sus efectos son nefastos, ya que producen presidentes dóciles y nos condenan a cuatro años más de martirio. Tal vez arrancar el telón, tirar el velo y botar el panel garantice que, cuando veamos quiénes estaban detrás, no estén allí sentados los mismos de siempre.