El «after» (noche de paz)

El recorrido eran las calles de la colonia clasemediera en la que crecí. Las peleas entre primos por decidir quién cargaba los farolitos de madera. Los muñecos santos que se mecían sobre un anda hechiza y perseguidos por el tucutícutu tucutícutu…

Los niños, las viejitas que rezan, el vaho que exhala la boca al hablar cuando hay frío.

La fila de amigos y familiares caminaba presurosa. El tamal nos esperaba.

Durante el recorrido, el maistro de obras que había trabajado reparando mi casa celebraba embriagado —con el mismo dinero que mi viejo le había pagado hacía unas horas— en la tienda de la esquina.

«Viejos cerotes —al ver la posada acercarse—. Lo que tienen que hacer pa que les den un trago», dijo a su ayudante tendido en la grama, sin reconocernos y soltando una estrepitosa carcajada.

Un trago: eso es justamente lo que amerita este momento.

Hace apenas unos días estábamos estrenando año y hoy se ha instalado la rutina.

Las luces festivas brillan en la larga fila de carros, carros y gente que solo quiere regresar a casa y —tal vez— abrazar a sus hijos. Luces titilantes de largas filas, parecidas a las de Navidad, pero aderezadas con tedio citadino y una pizca de resignación. Abrazar a los patojos. Tal vez lo logro mañana. Es tarde ya. Solo quiero regresar a casa.

Un trago de paz para ver si así me conecto conmigo misma.

Un trago de amor para no sentirme aplastada por el hastío.

Un trago de todo lo que duerme en derredor para que no se me olvide que existe una canción que me hace bailar. Que me faltan mil poemas por leer. Que cada beso es un milagro y que a ese alguien le tengo guardados varios desde hace mucho.

Un trago para no olvidar que la felicidad es titilante como luz navideña en árbol plástico, pero que las deudas, el trabajo que odiamos y las penas también lo son.

Saber, pues, que, aunque el mundo está hecho mierda, sigo recordando cómo ser humana. 

Que todo eso que trato de que desaparezca con la falsa felicidad que la Navidad nos permite estará allí mañana y pasado mañana. Pero que las penas también se compensan con una mordida de pan con sobras de pavo untadas de tamal mientras recuesto los codos sobre el lavatrastos y espero las 12. Con la paz que sentimos al escuchar la cohetería de fondo. Con esos dos minutos en los que hablo con Dios y musito un «gracias» que sale del alma.

Un trago de paz. Un trago de amor. Un brindis en señal de genuina rebeldía porque logré sobrevivir. Y espero también hacerlo mañana. Me siento muerta, pero sigo respirando. Los duelos no pasan. Las heridas no cierran. Las distancias aún duelen. Sigue lloviendo. Pero sobreviví. Y mañana también voy a hacerlo.

Sobrevivir porque mi fe es tan eterna como el plástico verde de las ramas. Porque la esperanza —titilante como foquito— me asevera que cada uno hará lo que necesite para ser feliz, incluida yo. Ser feliz y descubrir que no se me ha olvidado cómo.

Lo mas alejado de Pinterest posible —sin adornos ni velitas—, esta Navidad y todas las que me queden pediré que, bajo las ramas plásticas, la vida me regale un poco de felicidad, aunque titile, porque ya no espero ser feliz en todo momento. Que me regale coraje y fuerza para seguir sobreviviendo. Y mucho mucho sentido del humor. Ese sí que va a hacerme falta. Eso y un trago: un trago de paz, un trago de amor. Y otro de todo lo que duerme en derredor.

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