Su permanencia, en tanto meta, debe entenderse a partir de pautas de conducta y valoración del mundo que privilegian postulados elementales tales como el respeto a límites naturales, la diversidad o el valor intrínseco de las cosas más allá de su valor utilitario; cuestiones que normalmente no son valoradas en un mundo dominado aplastantemente por el mercado y todas su secuelas. Mantener ciertos niveles de autonomía con respecto al mercado es una de las características fundamentales de las unidades inspiradas en esta racionalidad.
Como punto de partida pueden concebirse a aquellas unidades productivas que, guardando esta racionalidad, padecen insuficiencia a partir de la marginalidad en la que se encuentran sumidas, ya sea porque carecen de tierra bajo su dominio, o teniéndola, ésta carece de capacidad productiva; experimentan aislamiento; adolecen de capacidad técnica o administrativa; entre otras. Estas carencias, frecuentemente obligan a estos habitantes rurales a disminuir sus niveles de consumo -lo cual compromete su seguridad alimentaria y nutricional-, a migrar o a vender su fuerza de trabajo. Acompañar a guatemaltecos sumidos en estas condiciones para que puedan avanzar en sus propias aspiraciones de mejora, apegados a sus motivaciones culturales, es un desafío de la política pública actual.
Se estima que la población que podría estar involucrada -no necesariamente de manera homogénea en la geografía nacional- en sistemas que obedecen a la racionalidad de las economías campesinas es del orden de un millón de familias. Pretender alcanzar con empleo permanente a una población de este tamaño resulta, como mínimo, demagógico. Aun, en los casos donde esto es posible, el salario mínimo, por si solo, no tiene el potencial de cambiar la condición de pobres de una buena proporción de estas personas, sobre todo, en los casos de marginalidad ya mencionados.
En este contexto y en consideración a la importancia que alcanzan las economías campesinas en nuestro país, cuyo corazón es el agro -en combinaciones variables con otro tipo de actividades- se justifica una política pública que facilite los recursos y las condiciones que los campesinos y los territorios que habitan requieren. Un conjunto de bienes públicos –capacitación, comunicaciones rurales, conservación y restauración del entorno natural, entre otros- deben ser facilitados para que los sujetos priorizados accedan a éstos conforme sus propias necesidades y aspiraciones. Y es también, sobre esta plataforma de acción, que será posible encarar otros elementos que son ineludibles cuando se aspira al desarrollo humano integral: la educación, la salud, la nutrición, por ejemplo.
Un planteamiento de esta naturaleza exige un replanteo del rol del Estado a través del Gobierno. Las acciones de éste deben trascender los planes piloto, las fuerzas de tarea, la ayuda alimentaria ocasional, los bonos, las láminas, los insumos y todos esos elementos propios de las crisis y que en este nuestro pobre país, llegan para quedarse y hasta son presentados como grandes hazañas por los gobiernos. Estos esquemas de administración de crisis deben ser sustituidos por esquemas que dan vida e impulsan líneas de desarrollo que garanticen mejoras continuas que pueden sostenerse en el tiempo. Líneas abrazadas plenamente por el Estado, de largo aliento, amparadas en el enorme legado de conocimientos nacionales e internacionales que tenemos a la mano. Líneas de desarrollo sustentadas por un verdadero pacto social. Un pacto social inspirado en la necesidad de aplastar la corrupción y la ineptitud, erradicar los privilegios y la exclusión y cuidar el ambiente natural.
La cuestión de las economías campesinas, es pues, una alternativa que bien podría ser la vía para empezar a atender más seriamente a casi la mitad de los guatemaltecos, hasta hoy marginados.