El poderoso y nostálgico piano de Charly García recrea la historia de un ángel vigía con un cierto apetito por la tortura, que quita las manos y la voz de sus víctimas mientras «la gente se esconde o apenas existe».
Allá afuera, el Pacífico continúa en su empeño milenario de golpear las costas de América Central. Mientras tanto, de a poco la casa se va quedando en silencio. Los audífonos me sumergen una vez más en Desarma y sangra (1978), tal vez una de las canciones más hermosas de Serú Girán, incluida en el álbum Bicicleta (1980). Ojo al vínculo en blanco y negro y, desde el minuto 23, a la versión de Seminare.
Junto con Alicia en el país y No bombardeen Buenos Aires, ambas canciones de 1982, son los testimonios de un Charly que busca reflejar entre líneas los tiempos de la dictadura en Argentina y que rememora, en plena guerra de las Malvinas, que los jefes de los chicos toman whisky con los ricos mientras los obreros hacen masa en la plaza como aquella vez.
Un tanto más atrás, en 1974 y con Sui Generis, Juan Represión y Botas locas ya habían marcado ese estilo que sutilmente podía sortear la censura del régimen militar, incluso afirmando cosas como aquello de «si ellos son la patria, / yo soy extranjero», que de todas formas les habría valido una noche en prisión en el Uruguay.
Soy de los que termina rindiéndose al piano de Charly. Muero un poco con esos acordes profundamente melancólicos que les dan marco a historias poderosas y usualmente tristes.
Soy de los que termina rindiéndose al piano de Charly. Muero un poco con esos acordes profundamente melancólicos que les dan marco a historias poderosas y usualmente tristes, en las que hay antihéroes, desamor y reencuentros que duran la eternidad de la búsqueda. Soy de los que justifican sus excesos perdonando no haberlo escuchado porque decidió romper una guitarra nada más al empezar un recital. O de los que evitamos mencionar que lo dieron de baja en el servicio militar, evaluación psiquiátrica de por medio, porque, mientras estaba internado por una sobredosis (la noche en que supuestamente compuso Canción para mi muerte), decidió sacar a pasear un cadáver al casino de oficiales y pidió dos tragos.
Conozco a alguien a quien los acordes de Canción del dos por tres le tocan alguna fibra interior que no es piedra y le arrancan una breve lágrima que le recuerda que allá en Quito, en una casa del barrio colonial de San Juan con vista a los cormoranes que hacen de gárgolas en las agujas de una basílica de color gris cemento, se quedaron esos fantasmas que suben y bajan incansablemente por la escaleras durante la madrugada, un sable de caballería usado en la guerra de la independencia y los relatos alucinados de la adolescencia sobre dragones, incendios y estaciones de ferrocarril abandonadas.
También conozco a alguien más que se guarda en lo más profundo un recuerdo de Chipi chipi (1995) y de todo el álbum de La hija de la lágrima sonando en el radio de un viejo Chevrolet que una madrugada descubrió que un volcán cubierto de nieve se vuelve rojo con la primera luz del sol.
Termino estas líneas usando a los Rival Sons como antídoto contra la nostalgia. La energía de Back in the Woods (2018) me empuja hacia el nuevo día.