La época electoral terminó, y la sociedad se apresta a dar por concluidos siete meses intensos en los que han pasado hechos inéditos en la historia política de Guatemala, empezando por la captura de los más altos funcionarios de Gobierno, el descalabro presidencial del candidato considerado como favorito y la emergencia meteórica de un empresario de la comedia que nadie imaginaba que iba a terminar de presidente.
La plaza, aun cuando despierta sentimientos encontrados, se elevó como un símbolo de la vigilancia ciudadana y del poder de fiscalización social que apenas empezamos a construir, mientras la sociedad lucha por encontrar mejores formas de presionar a la desprestigiada clase política, que aún intenta volver a sus viejas prácticas corruptas y poco transparentes.
En medio de esa efervescencia y de ese reacomodo de fuerzas, la sociedad aún mira el futuro con mucha esperanza: solo así se explican los resultados de la elección del pasado domingo 25 de octubre, en los que, contra todos los pronósticos, el porcentaje de nulos y blancos siguió siendo bajo, mientras que el número de personas que se abstuvieron de votar aumentó, pero no de forma significativa, respecto a otros procesos electorales, lo cual sigue siendo un misterio, ya que la evidencia sobre la crisis de legitimidad política es evidente por todos lados. ¿Por qué siguen votando los guatemaltecos? ¿Por qué no ejercen su derecho de disenso a través del voto nulo o blanco? ¿Cuál es la lógica detrás del voto, considerando que parece que la mayoría de los guatemaltecos se arrepienten muy pronto de haber ejercido su derecho de elegir?
La única explicación posible sigue siendo la combinación del voto de castigo a figuras como Sandra Torres o Manuel Baldizón, pero también la del voto de la esperanza, que siempre anda buscando figuras políticas menos malas que puedan encarnar un cambio de rumbo. Y en medio de ambos razonamientos, la mayoría se movilizó para apoyar a un candidato recién llegado, uno que aparenta ser pulcro y bueno y que por lo tanto logró capitalizar el descontento con la clase política tradicional.
Pero justo la naturaleza de este tipo de voto es engañosa: la victoria sin mancha de Jimmy puede hacernos pensar que cuenta con una legitimidad envidiable, ya que la relación de los votos nos habla de que los partidarios de Jimmy superaron a los de Sandra en una relación de 2.07 a 1, algo que ya había ocurrido con otros tres presidentes: Alfonso Portillo en el 2000 (2.16), Jorge Serrano en 1990 (2.13) y Vinicio Cerezo en 1985 (2.09).
El caso del presidente Jorge Serrano es el que más se asemeja a lo ocurrido con Jimmy, tanto por el contexto como por el bajo número de diputados conseguidos por su partido, además de que, al igual que Jimmy, contaba con pocos cuadros políticos propios. La poca capacidad de maniobra frente al chantaje permanente del resto de fuerzas políticas y la inexperiencia política de Serrano lo llevaron a leer mal el contexto, lo cual culminó en la crisis institucional de 1993: una de las más graves en la historia política reciente. ¿Será Jimmy el segundo Serrano? Es la pregunta que ronda en la conversación entre analistas, periodistas y personajes políticos.
Por supuesto, Jimmy parte con el beneficio de la duda. Sin embargo, la profundidad de la crisis y la expectativa son tan grandes que parece complicado rendir resultados en el corto plazo. Su legitimidad puede empezar a ser socavada lentamente con las decisiones del día a día, pero en particular con las declaraciones públicas: los primeros pasos del nuevo gobernante no han dado esa seguridad esperada. Esperemos que al nombrar a quienes integrarán su gabinete se despeje la duda sobre el futuro inmediato del gobierno de Jimmy Morales.