En contextos de crisis política como el actual, las elecciones generales juegan un papel importantísimo.
Son, en buena forma, el mecanismo para oxigenar una democracia. En razón del funcionamiento propio de un régimen presidencial, cuyo diseño busca asegurar el mandato del presidente (o lo que los politólogos llaman la indisolubilidad del mandato presidencial), no hay más opción que oxigenar el régimen político por vía del proceso electoral. A diferencia de un régimen parlamentario, en el que las elecciones pueden adelantarse si hay descontento generalizado con el primer ministro, en los regímenes presidenciales esto no es una opción tan simple de poner sobre la mesa. Lo único que puede proponerse es que el proceso electoral del 2019 no sea entorpecido.
Argumentos para descalificar el anterior párrafo existen muchos. Por eso es importante explicarlo a fondo.
Durante el 2015, los sectores de izquierda progresista (y no tan progresista) se oponían a la convocatoria a elecciones generales. En la historia latinoamericana sobran los ejemplos para ilustrar cómo las derechas también han argumentado que las elecciones deben detenerse temporalmente, hasta que la situación política se estabilice. Derechas e izquierdas pueden caer en la tentación de suponer que la regla democrática básica (las elecciones se llevan a cabo sí o sí) puede tener excepciones. Esta excepcionalidad aparece de vuelta en la discusión cuando se revisa la calidad de las reglas electorales, la fortaleza de la institución electoral, la dureza de los candados electorales y, sobre todo, la calidad de la oferta política. Lo que se olvida es que la calidad institucional y la calidad de la oferta política son directamente proporcionales al tipo de cultura política existente. Así pues, no se pueden pedir instituciones político-electorales de nivel británico y oferta política marca escandinava cuando una ciudadanía se interesa tan poco en el debate ciudadano.
Dicha mejora de las reglas del juego tiene que darse en plena vigencia democrática. Es decir, ningún proceso de reforma que se llevase a cabo durante un momento de interrupción democrática tendría legitimidad alguna. El juego de la democracia requiere, precisamente, renovar los cargos públicos al mismo tiempo que se intenta darle continuidad a la reforma política. Ahora bien, lo que sí puede plantearse como una obligada discusión es la calidad de la información que guía la toma de decisiones al momento de escoger la oferta política. La democracia de los modernos dista mucho del ideal griego de un ejercicio simétrico orientado al consenso y que deja de lado la irracionalidad de las emociones. Por el contrario, esta democracia de los modernos terminó por abrir la puerta a instrumentos de mercadeo que banalizan la toma de decisiones políticas. En efecto, hablo del mercadeo electoral (que no hay que confundir con el mercado político).
Si el oficio de hacer campañas políticas no reconoce que hay reglas y barreras que no pueden cruzarse, seguiremos creyendo que «vender» candidatos políticos es lo mismo que vender métodos anticonceptivos.
En todas las conferencias regionales sobre mercadeo electoral que se realizaron durante el 2018 hubo muy poca autocrítica pública en términos de reconocer que los profesionales de esta disciplina son responsables directos de haber potenciado, tanto en América Latina como en Estados Unidos, candidatos que no llenaban las cualidades necesarias para ocupar cargos públicos. El mercadeo político no puede seguir siendo simplemente un conjunto de técnicas para presentar un producto que luego llenará una necesidad creada artificialmente gracias a la manipulación de las emociones.
A ver. Digamos las cosas como son. ¿Qué sentido tiene seguir construyendo campañas electorales que, en lugar de inspirar y fomentar el debate racional, prefieren potenciar a cargos públicos a modelitos de belleza, narconenas, comediantes, empresarios exitosos con dudoso pasado y políticos reciclados llenos de esqueletos en el clóset, cuyas capacidades intelectuales y éticas son cuestionables? ¿Qué beneficio obtiene la democracia de los perfiles anteriores? Hay otros ejemplos más serios de lo que sucede cuando el mercadeo electoral pierde el norte. ¿No fue así con la campaña de Trump? Pocas veces en la historia de una democracia consolidada se violaron todas las reglas éticas del mercadeo electoral: información falsa, apología del racismo, manipulación de encuestas y exacerbación de temores irracionales. Nunca en la historia de las elecciones estadounidenses el debate había dejado de lado los temas de política pública para centrarse en ataques personales. El impacto de los influencers de Bolsonaro fue increíblemente eficiente para comunicar, a varios niveles, códigos distintos a la campaña tradicional, que rayaban, eso sí, en la apología del delito. Pero fueron efectivos. Las campañas del PRI y del PAN en la anterior elección general mexicana hicieron todo lo posible por desfigurar la imagen de AMLO construyendo paralelismos falsos con Castro y Chávez. En lugar de buscar la comunicación efectiva de su propia oferta, prefirieron hacer de la campaña negra la regla.
Si el oficio de hacer campañas políticas no reconoce que hay reglas y barreras que no pueden cruzarse, seguiremos creyendo que vender candidatos políticos es lo mismo que vender métodos anticonceptivos. Esto no le hace ningún favor a la democracia. Y menos a una democracia como la guatemalteca.
En los artículos subsiguientes abordaremos los aspectos generales del mercadeo electoral y su diferencia del mercadeo político; la diferencia entre el mercadeo tradicional y el nuevo mercadeo electoral; las reglas para construir una campaña; cómo posicionar al candidato, su imagen y su mensaje, y el proceso de dosificación de la campaña. Todos los aspectos anteriores, acompañados de un análisis comparado de campañas electorales tanto exitosas como fallidas.