Teóricamente, son del Estado, pero, dados ciertos escenarios que enumeraré en este artículo, pareciera que son tierra de nadie y una expresión al vivo de la anarquía imperante en nuestro país.
El primero corresponde a los túmulos
Es impresionante e inaceptable la cantidad de túmulos que han construido a troche y moche en casi todas las carreteras del país. Entendible es cuando en un sitio específico hay una escuela (que, dicho sea, no debió ser construida a la orilla de una vía vehicular) o cuando un poblado tiene entradas y salidas de riesgo (conste que un reductor de velocidad no necesariamente tiene que ser un túmulo). Fuera de ello, nada hay que justifique la construcción de montículos sin las especificaciones técnicas pertinentes, sin una razón demostrada y sin la debida autorización. Hay algunos que no tienen sentido, que han sido montados en espacios donde no existe población alguna. Y hay casos extremos en los que el responsable de un puesto de venta (frutas, bebidas embotelladas, galletas) los ha colocado para mercadear mejor sus productos y obligar al automovilista a disminuir forzosamente la velocidad.
Ha habido consecuencias fatales. Accidentes de motoristas, entre otros. No se diga el deterioro de los vehículos. Solo entre la ciudad de Guatemala y ciudad Flores, Petén, hay cimentados más de un centenar. El viaje es insufrible, el gasto de combustible mayúsculo y el menoscabo de los automóviles extraordinario.
El segundo corresponde a edificaciones habitacionales a la orilla de las carreteras
Quienes viajamos frecuentemente vemos proliferar, cada vez más, construcciones habitacionales que invaden desde las cunetas y las áreas de drenaje de aguas pluviales hasta las superficies destinadas para el paso de peatones. El riesgo es mayúsculo. Nada extraño es que ocasionalmente haya un accidente con caudas lamentables. El resultado final es la pérdida de vidas humanas y la construcción de entre uno y tres túmulos frente a esas construcciones (a guisa de represalia y de futura prevención).
De igual manera, se están perdiendo los espacios que fueron destinados a contemplar un paisaje, los llamados miradores. Primero instalan una champa de nailon sostenida con varejones, luego construyen un pequeño cimiento y tres meses después hay toda una habitación.
El accidente sucede, la noticia circula y horas después todo queda en el olvido. Excepto para los deudos de las víctimas y las otras personas involucradas.
Uno de estos casos, tan sorprendente como chocante, es el que está ubicado en la llamada cumbre de Santa Elena, entre Cobán y El Rancho. Allí se bifurca la carretera para descender hacia el municipio de San Jerónimo y hacia Salamá. Hace unos 15 años, en el lugar donde se encuentra un obelisco conmemorativo se podía detener el automovilista para reconocer vías o descansar. Hoy las construcciones no permiten ver siquiera el monumento. Las garitas de peaje y de la policía están reducidas al mínimo espacio físico posible y es necesario que el automovilista disminuya al máximo su velocidad para no lastimar a los vendedores.
El tercero corresponde al transporte pesado
De sobra sabemos que en nuestros países tercermundistas compartimos carretera los pilotos de bicicletas, motos, carros pequeños, autobuses y tráileres. Y como consecuencia de esa miscelánea (entre muchas otras causas) no hay día de Dios durante el cual no suceda un accidente. Las personas mueren, las vías colapsan y las carreteras se destruyen. Vemos barandales de puentes y brazos de carretera deteriorados. El accidente sucede, la noticia circula y horas después todo queda en el olvido. Excepto para los deudos de las víctimas y las otras personas involucradas. Pero, en orden a la carretera, ¿quién corre con la reparación de su estructura? No tengo la menor duda de que haya una ley que lo establezca, mas ¿se cumple?
Colofón
En el diario vivir (lejano a la teoría y a la debida praxis), ¿de quién son las carreteras? Mi raciocinio me indica que pertenecen al caos. No hay autoridad, no hay gobierno y, casi, no hay Estado.