Con un alto grado de indignación, pero también con mucho entusiasmo y una fuerte dosis de recuperación de la esperanza, muchos de nosotros hemos salido a las calles a protestar, a manifestar, y encontramos a nuestro lado a personas a las que jamás pensábamos ver o escuchar gritando consignas, llevando carteles o cantando el himno nacional con un renovado fervor. Nunca había visto tan lleno de sentido —y de gente comprometida— el parque central de Xela. Y nunca al terminar un evento de protesta había sentido tantas ganas de que a la semana siguiente hubiera otro para continuar dándole rienda suelta a ese profundo enojo que muchos llevamos dentro.
En una entrada de Facebook, Alfonso Porres compartía su alegría y comentaba: «Hubo un momento en que pensé que en la ciudad estábamos tan ensimismados en los centros comerciales, el teléfono inteligente y la iglesia que era imposible que hubiera reacciones de dignidad. Porque existían noticias de muertos de todos los días, de juicios anulados por genocidio, de extorsiones a negocios, de niñas madres a los 10, de alcaldes municipales corruptos liberados, de despido de funcionarios honestos como Claudia Paz y Paz, de leyes Monsanto, de uno por ciento de impuesto a la minería, de desalojos a las comunidades indígenas en sus propias tierras. En fin, Dante, si hubiera conocido Guatemala, la Divina comedia habría tenido 100 infiernos describiendo cada una de nuestras atrocidades [sic]». Creo que sus palabras describen el sentir de muchos. Y sin embargo, ahora más que nunca, tenemos que tener el cuidado de ir ordenando nuestra indignación y nuestra energía.
Porque no se trata solamente de que los funcionarios y los trabajadores del Estado corruptos renuncien —la lista sería muy larga y abarcaría el territorio total de nuestro país—. No se trata solamente de que esos mismos funcionarios corruptos, cómplices u homicidas sean juzgados, cumplan sus condenas y devuelvan el dinero que han robado para poder comprar suministros de hospitales, llevar educación de calidad adonde hace falta y tantas otras cosas que también hablan de la completa y absoluta falta de sensibilidad y solidaridad más elemental de los gobernantes que han dejado que el país se vaya hundiendo mientras ellos y sus familias se enriquecen.
En definitiva, se trata de cambiar nuestra mentalidad como ciudadanos de un país en crisis; de asumirnos como actores de cambios a diferentes niveles, desde los más cotidianos hasta aquellos que se dan en nuestros espacios laborales, académicos; de recuperar una memoria histórica que nos permita entender nuestro presente; de convertirnos en ciudadanos activos que hacen escuchar su voz, que se organizan y que están preparados para el cambio.
Tenemos que ser conscientes de que los cambios supondrán mucho tiempo, mucho compromiso y muchas pequeñas acciones que luego podrán traducirse en grandes cambios. Hay que ser persistentes y no desesperar ni aflojar.
Ya lo dijo hace unos días el editorial de Plaza Pública: tenemos que pasar del asco a la acción, sin miedo y de manera colectiva, porque solamente si 15 millones de personas se unen contra la barbarie se podrá transformarla en justicia, equidad, transparencia y bienestar para todos y nos convertiremos así en mejores personas.