Es un silencio a voces que en Guatemala, durante más de 60 años (1954-2014), nos ha gobernado y regenteado la derecha. Aun los gobiernos con cierto tinte progresista, como el de Méndez Montenegro (1966-1970), el de Vinicio Cerezo (1986-1991) o el de Álvaro Colom (2008-2012), no solo asumieron el poder condicionados por las cúpulas empresariales y militares conservadoras, sino que todas sus acciones de política económica estuvieron tuteladas de cerca o a corta distancia por estas.
Porque ese es otro de los rasgos de cómo se ha tenido que ejercer el poder en el país luego del triunfo del liberacionismo: una cara son los sectores económicos conservadores, y otra, los militares autoritarios, ambos unidos por sus visiones y prácticas patrimonialistas de los usos del Estado y del Gobierno. Si a aquellos se les enredan los hilos en el control del poder, están estos para imponer su orden a la fuerza.
Bajo esas circunstancias, la economía del país no solo no ha crecido lo necesario y suficiente, sino que la pobreza se ha ampliado en números absolutos y relativos. El estancamiento se ha traducido en retraso con relación a aquellos países que, peores que nosotros hace medio siglo, ahora son sociedades mucho más seguras, dignas y productivas.
Los pactos entre los grupos conservadores apenas si han podido cobrar forma en momentos muy coyunturales, y sus líderes rápidamente han perdido no solo el rumbo, sino hasta ese mismo liderazgo. Posiblemente el momento en que más próximas estuvieron las derechas guatemaltecas de dar vuelo a un proyecto de nación de largo alcance fue con el liderazgo de Álvaro Arzú, bajo cuya ala se cobijaron casi todas las corrientes y tendencias de la derecha chapina y fueron, en consecuencia, capaces hasta de aceptar la firma de la paz y sus acuerdos. Sin embargo, incapaces de jugar a la política con honestidad y decencia, y huérfanas de las más simples formas del juego democrático, utilizaron el control del poder para apropiarse de los bienes y recursos públicos, y cada quien, por su lado, quiso no solo construir su propio proyecto económico, sino, lo más lamentable, hacer su particular proyecto político para usufructuar sin compartir los recursos y bienes públicos.
Sin antecedentes de prácticas democráticas, las derechas que con mano hábil Arzú había reunido en un mismo canasto se desbandaron pronto en busca de sus propios y privados beneficios. Algunas degeneraron en la GANA de Berger, donde a fuerza de prebendas y negocios se les logró mantener con algún sosiego para luego acabar en lo que hoy es el Patriota: copia en caricatura de las dos caras del modelo, militarismo autoritario corrupto y patrimonialismo conservador.
PAN, GANA, UCN, PRI, Partido Unionista, CREO y Todos son algunas de las pequeñas franquicias electorales de la derecha desde las que sus propietarios tratan ya no de alcanzar el poder para servirse de él, sino simplemente de negociar con este, sean quienes sean los que lo usufructúen. El FRG de Ríos Montt y ahora Líder con Baldizón son las versiones más vulgares de aquellas derechas, con quienes compiten y negocian, y desde todos lados se sabe que el modelo autoritario corrupto, patrimonialista y conservador no está para nada en cuestión.
Incapaces de ver más allá de sus particulares e inmediatos intereses, las élites económicas guatemaltecas han sido ineficaces en la construcción de plataformas políticas, con lo que cada cuatro años tratan de reinventarse jugando a una sopa de letras sin más contenido y propuesta ideológica que su reiterado conservadurismo y autoritarismo, revestido a veces de populismo y otras de eficientismo comercial.
Si sus pares han logrado mantener viva Arena por más de 20 años en El Salvador y hábilmente apropiarse de Liberación Nacional en Costa Rica, las élites guatemaltecas se muerden cada cuatro años la cola queriendo cazarse a sí mismas. En uno y otro país, como en los demás rincones donde las derechas han logrado algunos avances políticos, el secreto ha estribado en que, de alguna manera, los distintos grupos han tenido que respetar sus propias reglas de juego aceptando el funcionamiento de la institucionalidad, reduciendo en alguna proporción la corrupción que los beneficia y, sobre todo, permitiendo que las políticas públicas satisfagan, en algún grado, a los amplios sectores de la sociedad.
La fórmula no es fácil de lograr, pero es la única que las derechas tienen a mano para no continuar fracasando en el intento de gobernar por interpósitas manos. Construir democracia es una condición indispensable e ineludible, y es allí donde, infelizmente, nuestras derechas tienen sus más grandes y marcadas carencias.
Dejar de repetir que la culpa es de otros es uno de los primeros pasos, pero ¿qué tal si desde el Cacif y la Fundesa y desde su escuela de gobierno se comprometen a estudiar y entender a fondo la democracia y las razones de sus 60 años de fracasos? Con certeza, y aunque a simple vista no les parezca, ellos y sus grupos saldrán ganando.