Pero no acepto su postura porque a estas alturas de su vida ya tendrían que haberse dado cuenta de que los engañaron. No son ni serán jamás los dueños del país.
Me refiero a esas élites, llámeseles oligarquía, de supremacía racial, intelectual o económica (o que intentan serlo) cuyos actores principales nacieron y crecieron creyendo que estaban en una finca donde podían hacer y deshacer a su antojo.
La pregunta es: ¿dónde se encuentran las raíces de semejante creencia?
Expongo a continuación una de tantas, vivida en carne propia.
Cursé mi escuela primaria en una institución donde el 90 % de los alumnos era q’eqchi’ y el otro 10 % estaba integrado por alumnos de otros grupos sociolingüísticos. Yo me ubicaba dentro del mestizaje. Un día de tantos (hablo de los años 60 del siglo pasado) apareció en el pueblo un patojo dos años mayor que nosotros, un grupo de niños de entre nueve y diez años de edad. El recién llegado no asistía a escuela alguna y, a fuerza de vernos por las tardes en un parque de juegos infantiles, nos compartió que él era hijo de un profesional que estaba temporalmente en Cobán y que sus estudios los hacía en su casa, guiados por su mamá y avalados por un colegio de la ciudad capital.
Nada habría tenido de rara aquella situación de no haber sido porque en poco tiempo comenzó a tratarnos mal. Comenzó a agredirnos verbal y físicamente y a exigirnos ciertos regalos como llevarle melcochas y frutas de la región. Y un día de tantos puso la bandera en Flandes: le pidió dinero a uno de los compañeros más pobres del grupo. Tuvimos entonces dos opciones: defendernos hasta físicamente (éramos varios los afectados) o dar aviso a nuestros padres. Optamos por lo segundo. El resultado fue que los padres de mis compañeros les impidieron salir a jugar por las tardes. Era lógico. En los años 60 del siglo XX, un q’eqchi’ valía poco o nada ante una autoridad estatal. Y ellos lo sabían. Prefirieron protegerse y resguardar a sus hijos. Pero, en mi caso, mi padre sí abordó el tema con el progenitor del abusador. Pues asústese usted, estimado lector. El dichoso profesional le argumentó que nosotros, los patojos de pueblo, debíamos estar muy agradecidos de que su hijo se dignara siquiera entablar conversación con un grupo de patojos puebleros (ese término usó) y que debíamos aprovechar la ocasión para civilizarnos un poco.
Sus padres habían inculcado en él una falsa imagen de superioridad. «Ellos son los indios. Usted es el ladino» (así le dijeron y durante mucho tiempo él lo creyó).
Años después, concretamente en 1975, coincidí con aquella persona en una de las cafeterías de la Universidad de San Carlos. No una, sino muchas veces. Ya éramos adultos jóvenes. Su rostro me pareció inconfundible y una tarde le pregunté si acaso había vivido en Cobán entre 1963 y 1964. Se mostró sumamente incómodo. Me contó entonces que él me había reconocido días atrás y que le daba mucha pena recordar lo sucedido durante su estancia en Alta Verapaz. Me compartió que su conducta no había sido motu proprio. Me contó que sus padres habían inculcado en él una falsa imagen de superioridad. «Ellos son los indios. Usted es el ladino» (así le dijeron y durante mucho tiempo él lo creyó). Un amigo en común, el reverendo padre Jorge Toruño Lizarralde, párroco de la iglesia de la Merced, fue quien lo sacó del error. El padre Toruño era muy experto en esa temática.
Pues, si esta era o es la forma de pensar de un grupo familiar de clase media o media alta, ¿cuál sería, es o será la de los miembros de otros grupos con más poder socioeconómico?
Por las razones anteriores (el engaño y la falsedad a los que son sometidos), de cierta manera, los entiendo, pero no acepto su postura ni sus groserías, menos sus indecencias. Estamos viviendo en una era de hiperconectividad, y nada puede escapar al calor de la verdad.
Hasta la próxima semana, estimados lectores.