El mar que nos separa es enorme. Hay una diferencia abismal entre el empresario global que sabe navegar en aguas profundas con aquel que solo está acostumbrado a mirarse el ombligo.
Con el perfil general del empresariado local, no vamos para mucho. Su capacidad de moverse en el mundo político es endeble. Creen que sus recursos, presiones, maquinarias mediáticas y amenazas son más que suficientes. No están dispuestos a ceder ni un ápice. No están acostumbrados a perder. Tampoco saben negociar. Equiparan la compra y venta de bienes y servicios con el manejo de las dinámicas del poder.
Desde ese modelo anclado en prácticas propias del feudalismo, son naturales sus reacciones que pretenden bloquear la iniciativa de ley de desarrollo rural integral, que exige un claro entendimiento, aptitud, actitud, predisposición y capacidad de diálogo político.
Del otro lado, los actores del mundo de las organizaciones sociales más beligerantes, el perfil no es muy distinto al del sector que está en el otro extremo del recuadro. Sus visiones no van más allá de mantener vigente una fogata, aunque para ello se requiera gasolina u otro tipo de combustible que incendia, contamina, crea nube oscura. Su capacidad de escucha es mínima. Su capacidad de negociación también.
La discusión de la ley no es de extrañar; solo aviva a dos extremos que se parecen más de lo que ambos quisieran. Al final, lo que se quiere es sacarlos en sus espacios de comodidad, obligarlos a aprender a negociar e interactuar en un plano político en un escenario donde esa condición no es opción. Está claro que si el proyecto de ley levanta tanto polvo, es porque mucho de bueno ha de tener.