«La violencia cotidiana es esa forma de maltrato que se te escapa de las manos. Y es tan tramposa que incluso a veces te hace sentir que tú eres el o la culpable de lo que sucede. Es la que te ciega y te amenaza, la que te empequeñece y te bloquea» (María Clara Ruiz).
Empecé a oír del feminismo cuando apenas empezaba la universidad: me pareció una teoría algo exagerada, aunque con algunos puntos a su favor. Me molestaba sobremanera la forma como presentaba la visión de género, como si se tratase de una guerra, especialmente en la insistencia cada vez más frecuente de usar el ellos y ellas en el lenguaje cotidiano. No lograba entender que la violencia de género estaba en lo más profundo de mi ser, especialmente por los múltiples mensajes que sistemáticamente uno recibe desde que uno nace, 24 horas al día, durante muchos años de relaciones normalizadas entre hombre y mujer.
Tuvieron que pasar muchos años, en los que debí observar de primera mano muchos comportamientos y comentarios machistas, para que finalmente mis creencias empezaran a cambiar. Fue entonces cuando terminé de convencerme de que las teorías feministas tienen aún mucho que decir y de que yo tengo un largo camino que recorrer para terminar de reconstruir el sistema de creencias patriarcales en el que estoy imbuido y que sigue vigente en nuestra sociedad. Afortunadamente, mi entorno familiar y mi historia de vida me ayudaron mucho a este reconocimiento del valor y la importancia de los estudios feministas y de género, pese a que muchos de mis colegas —hombres y mujeres— siguen siendo altamente escépticos, si no abiertamente hostiles, al tema.
En fechas recientes, dos eventos me convencieron de escribir sobre el tema, pese a que por tradición los temas feministas suelen ser escritos solo por mujeres. Uno fue el panel del Programa de Estudios de Género y Feminismo, organizado por mis amigas y colegas Ana Silvia Monzón y Ana Lucía Ramazzini. Durante cerca de dos horas pude terminar de dimensionar el universo de visiones, valores y creencias cotidianas que fundamentan lo que la teoría llama micromachismo: pequeñas piezas de aparentes verdades ampliamente aceptadas que esconden esa visión de la mujer como una persona subordinada, revestida como objeto sexual por la sociedad, con menos capacidad y juicio que los hombres y a quien por excelencia se le otorgan menos beneficios y se le exige el doble.
El feminismo ha ayudado a ir poniendo sobre el tapete de la discusión esta desigualdad inherente desde la que partimos hombres y mujeres, pero también esos roles asociados y esas estructuras mentales que automáticamente constituyen lo que las feministas llaman género: lo socialmente aceptado que supuestamente deben hacer —y, por ende, recibir a cambio— los hombres y las mujeres. Esa camisa de fuerza llamada género, que, por ejemplo, castiga socialmente a los hombres sensibles, que pueden expresar sus emociones llorando, o a las mujeres, a quienes nadie les otorga el crédito profesional si no es a base del doble de esfuerzo que debemos hacer los hombres.
Las hondas ideas arraigadas sobre el género, por lo tanto, deben ser estudiadas, discutidas y puestas en evidencia una a una, pues en conjunto constituyen todo un universo de visiones que a la larga legitiman acciones de violencia de género como las violaciones sexuales, los embarazos de niñas y adolescentes, las muchas madres solteras que han sido abandonadas por sus cónyuges y una larga lista de temas postergados que se sintetizan en un hecho que aún sigue impune en Guatemala: la muerte violenta, por parte del Estado, de 41 niñas y adolescentes a quienes muy probablemente su condición de mujeres rebeldes y poco tradicionales terminó de condenar ante una sociedad hondamente marcada por el machismo, el racismo y la discriminación.
La violencia cotidiana, la que se esconde en esos juicios de valor hondamente arraigados, es una de las formas más peligrosas de la violencia, ya que se cuela por todos lados:
«Esa forma de violencia merece atención, ya que también tiene efectos devastadores. Porque aquí no se asesina a las personas en un plano físico, pero sí se asesinan sus ideas, sus creaciones, sus proyectos, su tiempo, su espacio, su ánimo, su autoimagen, su identidad» (María Clara Ruiz).