Recorro los largos y sinuosos caminos de un informe sobre netcenters en Guatemala presentado hace un par de semanas, acompañado del ritmo de Go (2019), de los Black Keys.
Durante la lectura, de carácter casi in memoriam de la entidad que lo emitió, van apareciendo términos como «cuenta madre», «discurso del odio», «homofobia», «noticias falsas», «campañas de difamación» y «amenazas», que suenan como una continuación lógica de una investigación del New York Times de enero de 2018, La fábrica de seguidores, que detallaba el lucrativo negocio de la compraventa de cuentas falsas en redes sociales, el cual involucró, entre otros políticos y celebridades, al presidente ecuatoriano Lenín Moreno con la compra de seguidores en Twitter durante la campaña electoral que lo llevó al poder.
La historia no es nueva. Tal vez el capítulo mejor conocido hasta ahora es la posible interferencia rusa en las elecciones de Estados Unidos a través de netcenters que propagaron noticias falsas en las redes sociales centrados en atacar la campaña de Hillary Clinton y que está recogida en el extenso informe del fiscal Mueller, que va a dar mucho que hablar todavía.
¿Las redes sociales convertidas en una herramienta para propagar odio? Seguramente no era ese el objetivo que guiaba a quienes pregonaban la ciudadanía digital como la amplia participación de ciudadanos conscientes, éticos e informados en los más diversos temas. Sin embargo, en la práctica, la amplitud de la red les dio espacio a hordas que viven de la práctica más vieja en la comunicación: propagar rumores y repetirlos tantas veces como haga falta. Amarillismo puro y duro que permite distribuir mentiras y convertirlas en difamación y en un negocio.
Las masas de usuarios de redes sociales, al parecer, todavía pueden distinguir entre la vida real y la virtual, pero tienen mayores dificultades para diferenciar hechos de mentiras cuando se trata de política.
Hay que reconocer que los netcenters llevan la ventaja: las masas de usuarios de redes sociales, al parecer, todavía pueden distinguir entre la vida real y la virtual, pero tienen mayores dificultades para diferenciar hechos de mentiras cuando se trata de política. Y están de por medio discusiones sobre nacionalismos, creencias religiosas o supremacías de cualquier tipo. De esta manera, las redes son tierra fértil para teorías conspiratorias y movimientos como los de los creyentes en la Tierra plana o los antivacunas.
Más recientemente, El País publicó una investigación sobre la propagación del discurso de odio durante las elecciones recién pasadas en España. Esta identifica cómo los insultos se multiplican en Twitter en temas como política, género, etnia, discapacidad, religión y deportes, y concluye que la actividad en Twitter no se refleja en los resultados electorales: no ganaron las elecciones quienes más insultan.
Tengo la edad para haber visto ya un par de falacias tipo «la mediación va a descongestionar el sistema de justicia», «la derecha no necesita robar porque ya es rica» o «la izquierda sí es honesta». Con las redes sociales pasa más o menos lo mismo. Su valor para la industria del entretenimiento y como herramienta de mercadeo es innegable, pero su aporte al debate político es mínimo y susceptible de manipulación. Redes como Twitter se convierten en un campo de batalla para activistas de cualquier ideología —incluyendo a quienes dicen no tenerla—. Permiten intercambiar insultos a placer, pero en poco contribuyen a solucionar los problemas que están allá afuera, que siguen estando a cargo de una clase política poco apta para hacer lo que hace.
Termino estas líneas escuchando a los Blues Traveler con Hook, que empieza por decir aquello de «it doesn’t matter what I say / so long as I sing with inflection», que me resulta como un colofón irónico para estas líneas.