Con libertad condicionada

Cinco días fuera de la ciudad y el país se vuelve inmenso.

Finalmente la lluvia. Luego de meses esperándola, me la encontré viajando. Una tormenta copiosa e interminable, mientras conducía la noche del miércoles hacia Huehuetenango, durante mis días ahí y mientras conducía hacia Quetzaltenango el viernes por la tarde.

Ahora es una amenaza en el cúmulo de nubes grises que nos acompañan hacia las Fuentes Georginas. Es una mañana esplendorosa de sábado y decidimos que no había nada mejor que subir la montaña en el auto y aprovechar las aguas termales del sitio.

Tenía mucho tiempo sin ir al lugar. El camino me resultó de lo más pintoresco. Angosto, con muchas curvas, atraviesa las huertas del lugar, pasando por un breve caserío y un cementerio colorido, hasta llegar al balneario, recientemente remodelado.

Llegamos y mis amigos y yo fuimos de inmediato hacia las piscinas. Tres construcciones de piedra, color esmeralda, entre un bosque cubierto por la niebla. Era un agua muy clara y muy cálida, a la que hay que meterse muy lento, para poder aclimatarse.

Ya dentro, es una de esas maravillas de la relajación natural que no sé por qué razón me había perdido tanto tiempo. Estás ahí, entre un bosque nuboso, metido en una piscina de agua cálida, hablando entre el vapor acerca de todo y nada, mirando la niebla meterse entre los árboles, oyendo los pájaros cantar entre la nada.

Pensé en mis días en Huehuetenango, una ciudad donde se respira el optimismo. Gente confiando en su prosperidad, construyendo sueños ahora mismo. Pensé en la calidez con la que fui recibido en Quetzaltenango, un respiro al modo en que se vive en la ciudad.

La ciudad, una cárcel de veinticinco zonas en la que nos confinamos castigados por una sentencia que inventamos día con día. Es el castigo autoimpuesto por pensar que el país es la capital. Una idea que es un arma de doble filo.

Primero castiga al que no vive en la ciudad, porque al invisibilizarlo, se le resta poder político. Los recursos van a la ciudad. Pero también es un arma contra el capitalino, porque levantando los muros de los que parece no haber salida.

No hay mucha gente pensando en dejar la ciudad por mudarse a un departamento en provincia. Es como si sólo pudieses gastar tus oportunidades en el mismo sitio. Estoy seguro que para el tipo de vida que muchos quieren llevar, una ciudad pequeña como Huehuetenango o Xela, les vendría de maravilla.

Ambas tienen, por lo que vi, servicios envidiables de educación, entretención y oportunidades para crecer económicamente. Quizá digamos, la oferta en algunos servicios disminuye, pero aún así no dejan de tener lo necesario.

Al menos yo, vivo en una pequeña comunidad dentro de la misma ciudad. Voy a dos o tres bares, visito los mismos sitios y encuentro siempre a la misma gente. Es como un pequeño pueblo fingido, con todos los males de una metrópoli salvaje y muy pocas bondades de aldea.

Como éste balneario en el que cavilo sobre posibles futuros mientras dejo de sentir el peso de mi propio cuerpo dentro del agua azufrada, de la que emanan nubes de vapor que se elevan hasta confundirse con las espesas formaciones que toman la montaña completa.

Es la mañana de un sábado hermoso fuera de la ciudad. Llevo cuatro días así y no extraño casi nada, salvo ver a los míos. Quizá tan solo pensar en que hay siempre algo bueno esperándome fuera de la capital, me basta para seguir.

Mientras, me hundo en la piscina esmeralda, esperando a que este sábado dure una eternidad. 

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