Comunistas en los colegios

En una plática casual con mis compañeros de la universidad Jan Hartleben, José Alberto Castillo y Luis Fernando García, cuestionando por qué estudiamos Ciencias Sociales en un país que para nuestras áreas profesionales tiene pocos espacios laborales y no valora la trascendencia de la generación de conocimiento sobre la sociedad, su historia y sus alternativas de desarrollo, descubrimos que teníamos una historia en común.

Nuestros papás estuvieron ligados de una u otra forma a los movimientos sociales y a la lucha por el respeto de los derechos humanos y hoy ejercen su profesión en espacios académicos o en organizaciones sociales. Y a los cuatro más de una vez nos dijeron comunistas en nuestros colegios por nuestras interpretaciones de la realidad nacional.

Ahora entiendo, después de cinco años de universidad, que esa reacción de tachar a las personas de comunistas por cualquier propuesta de reforma social que se imponga sobre el capital es parte de la guerra cultural contra el comunismo, la cual implementó un terror que los países de tercer mundo aún no han sabido superar. Un enemigo acérrimo que se la pasó en la clandestinidad política la mayoría de su tiempo de existencia y que actualmente ni siquiera tiene partido político con organización efectiva desde que desapareció el Partido Guatemalteco del Trabajo (PGT). Ninguno de los cuatro nos consideramos comunistas, y nuestras interpretaciones tampoco lo han sido. Y entendemos que es parte de la ignorancia política de los guatemaltecos no saber identificar las diferencias sustanciales entre las ideologías políticas y los modos de producción. Lamentablemente, no se puede afirmar que las universidades del país hayan colaborado a desmitificar el anticomunismo, pues hay estudiantes graduados en Ciencias Sociales que tampoco conocen las diferencias.

Nuestra vocación sancarlista y nuestra proyección social fueron permeadas, en parte, por lo que vivieron y sufrieron el movimiento universitario y los indígenas durante el conflicto armado interno. Los cuatro coincidíamos en que nuestros papás llegaban a recibir clases y en que los profesores de ellos ya no estaban, habían sido asesinados. Los resabios perduran, y hasta el día de hoy hay ventanas de edificios universitarios que siguen pintadas, una estrategia para que los francotiradores del Ejército no siguieran matando a los profesores universitarios en las aulas. Los estudiantes también diseñaron maneras de que la academia sobreviviera. También las asociaciones estudiantiles siguen diseñadas para la clandestinidad. Y es un reto incorporarlas a los tiempos de normalización democrática. Pero es un reto mayor llevarlas a un posicionamiento en la agenda universitaria y nacional que luche en movilización y propuesta por la reducción de la corrupción, aprovechando la coyuntura nacional.

Posiblemente esa admiración hacia el movimiento universitario de los años de la guerra nos motivó a participar en política estudiantil en nuestra época de estudiantes universitarios. Jan, José Alberto, Luis Fernando y yo trabajamos en la Asociación de Estudiantes de la Escuela de Ciencia Política y activamos dentro de la agrupación estudiantil Acción Crítica. Siempre hemos amado a la USAC más por lo que fue que por lo que es. Creo que el hecho de que entendamos los puntos de encuentro de nuestras historias es la razón por la cual, desde nuestras incidencias estudiantiles, seguimos respaldando la avanzada universitaria que está buscando la recuperación de la academia y de su rol propositivo en las instituciones del Estado, de modo que podamos amar a la USAC por lo que será. Porque, por lo vivido en las aulas universitarias, también somos comunistas en la universidad.

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