Yo tengo ya días de estar viniendo a este cruce donde el jueves en la tarde un tren aventó a un trailer que transportaba a 12 veteranos de guerra minusválidos y sus esposas. Murieron cuatro veteranos y otro montón de ex soldados y sus esposas quedaron heridos.
Supongo que algún hijo de puta con humor negro podría hacer un chiste sobre hombres sin piernas o brazos tratando de saltar de un camión en marcha mientras bailan una danza macabra para esquivar las barreras del ferrocarril que suben y bajan y les golpean en la cabeza y los miembros artificiales. Pero no es el momento, ni soy esa persona.
Los veteranos habían venido de todas partes de Estados Unidos a participar en una cacería de venados. Básicamente la idea era ir al monte a matar unos ciervos como parte de una actividad cuyo objetivo era honrar el sacrificio que hicieron en combate.
Mientras me agacho, siento como se me repiten las salchichas de mala calidad y un waffle con forma de Texas que me desayuné en el hotel. Enfoco la cámara y retrato unas cruces en primer plano mientras el tren pasa atrás, a toda velocidad y las luces centellean en medio del ensordecedor ruido de los vagones, las campanas, la locomotora y el recuerdo de los muertos.
Digo que vengo como el perro sin dueño porque no hay nada que ver aquí. Al menos los primeros días había policías y bomberos, investigadores y curiosos. Periodistas y testigos, que se han dispersado por la ciudad en los últimos dos días. Hoy, cuatro días después del choque, solo estamos unas ofrendas florales, unas cuantas banderas de estados unidos, mi cámara y yo.
Al pasar, el último carro descubre a un hombre de unos 60 años, con una sudadera morada. Está tomando fotos y señalando hacia las vías, la caseta ferroviaria y las barreras. Me entero de que es abogado, de que dice representar a uno de los heridos y de que viaja por todo el país buscando accidentes ferroviarios para demandar a las compañías de trenes. Después me entero de que eso de demandar a las compañías de trenes es una industria que genera 4,000 millones de dólares al año.
Era el único que faltaba. Desde hace tres días sobre esta ciudad de cien mil y pico habitantes descendieron, descendimos, reporteros, investigadores federales, portavoces y ahora ya vino el abogado. Está completo el elenco.
A mí me mandaron para acá el mismo jueves que ocurrió la tragedia. Estábamos en casa, lanzando unas pizzas al aire cuando me llamó mi jefe para decirme que agarrara mis mierdas y me fuera a Midland.
Agarré mis mierdas y las de mis hijos, nos subimos a carro y comenzamos un viaje de cinco horas por una carretera sin pueblos. Un camino donde las únicas luces son la vía láctea y la llamarada de la esporádica torre de petróleo en la distancia.
Midland es uno de esos pueblos sin gracia de Estados Unidos, la América profunda. Debe ser esos lugares maravillosos para que crezcan tus hijos, con un maravilloso equipo de futbol americano en una maravillosa escuela y una maravillosa iglesia para ir los domingos.
Es tan maravilloso que un veterano de la guerra de Irak me confesó que luego de estar pasando un momento muy negro de su vida, vino a una de esas actividades de cacería y le gustó tanto el lugar que decidió venirse a vivir a Midland.
Es una ciudad maravillosa, dicen todos los habitantes del lugar. Eso de entrada. Poco a poco el lustre va cayendo y te confiesan que si bien el boom de la industria petrolera ha sido una bendición en un lugar donde apenas se cultiva algo de algodón y alfalfa, también ha sido una plaga.
Decenas de miles de roughnecks, como se les conoce a los trabajadores del sector petrolero, descendieron en el último año sobre la ciudad y acapararon primero las casas, luego los cuartos de motel y por último las habitaciones de los moteles. De hecho, encontrar un cuarto un jueves a las dos de la madrugada fue una empresa que requirió cuatro visitas a hoteles y resignarse a pagar $300 dólares por una habitación en un hotel de dos estrellas.
Es tal la demanda de alojamiento que hay hoteles en construcción en todas partes. Atrás de mi hotel hay dos más que están a punto de abrir. Hoteles y pozos, es todo el paisaje. Por la noche se pude escuchar el ruido de un pozo petrolero justo detrás de mi hotel.
“Un día se van a arrepentir esos hijos de puta,” me dice con todo el desprecio del mundo el chico del turno de noche en la recepción. Se refiere a los dueños de los hoteles, se refiere a la estrategia de sacar todo el provecho que puedan, cuánto antes, mientras se pueda.
Me entero de que pagan 25 a 30 dólares la hora, tres o cuatro veces el mínimo, en los pozos. Todos los restaurantes de comida rápida tienen leteros de “now hiring” y no consiguen llenar las plazas, aún cuando pagan el doble del mínimo, algo impensable en un McDonald’s.
Luego de cuatro días de hacerme trabajar interminables jornadas, mi jefe decide por fin que es hora de dejarme ir a casa.
De vuelta vemos el paisaje de interminables pozos petroleros. Están en las casas, en los comercios, en los patios traseros de las iglesias y los hoteles, en la distancia. Están en todos lados. Vamos de vuelta a casa y veo a los roughnecks. Son apenas niños, niños que ganan dos veces mi sueldo.
Pienso que después de todo, eso de ir preguntándole cosas incómodas a gente que acaba de perder un ser querido, de poner en tela de duda a las empresas de ferrocarril y a las autoridades federales, no está tan mal. Sobre todo cuando tu jefe te manda un mail para felicitarte y el mail de la jefa de tu jefe es aún más halagador.
Después de todo, al fin, parece que voy a poder comerme Texas. Y no solo en forma de waffles.