Comayagua y la soledad de Tegucigalpa

Salir de la capital de Honduras resultó no ser tan fácil. Sin mapa de la ciudad, tuvimos que navegar solo mirando las estrellas. Y preguntando a los hondureños. Algunos nos dieron indicaciones contradictorias, otros incomprensibles. Resulta impresionante la capacidad de algunas personas para señalar direcciones sin utilizar conceptos como izquierda o derecha. Con otros, la conversación se convirtió en un debate sobre si debíamos ir o no a Comayagua y por qué.

Finalmente, terminamos trepando por la carretera que conduce a Olancho, y desde allí, atravesando asentamientos polvorientos ubicados en desniveles inauditos, encontramos la principal carretera de este país: la que va de Tegucigalpa a San Pedro Sula. Nadie nos había dicho que esta carretera tiene cuatro carriles y un increíble buen pavimento por obra y gracia de la Cuenta del Milenio, un programa de cooperación ideado por George Bush, que se enfocó  en construir autopistas por todo el mundo. La versión estadounidense de la cooperación al desarrollo. La que hicieron aquí, desde luego, les ha quedado bien. No hay carretera mejor en Honduras. Resulta sintomático del estado general del país el hecho de que los sucesivos gobiernos hondureños jamás construyesen una carretera de calidad entre las dos principales ciudades del país: Tegucigalpa y San Pedro Sula. Tuvieron que esperar al siglo XXI y a que llegase un gobierno extranjero a poner la plata. Hoy la nueva carretera es la principal infraestructura de Honduras. Sobre ella, hay seguramente más asfalto que en todo el resto del país junto. Construirla, además, ha implicado desplazar a miles de familias que vivían al borde de la antigua carretera de dos carriles. Los estadounidenses, al menos, no han seguido el método tradicional de hacer las cosas en este país: enviar al Ejército y expulsar a la gente. Han construido nuevas casas para los desplazados –cajitas de fósforos idénticas– y han tratado de proporcionales una forma de vida. Junto a las casas han construido pequeños locales en los que la gente ha abierto ventas de artesanías –siempre las mismas, todas idénticas, una mezcla de muebles rústicos y enanos de jardín– o tiendas de productos básicos.

La nueva carretera y sus “colonias del milenio” nos acompañan hoy en los aproximadamente 70 kilómetros que separan Tegucigalpa del gran valle de Comayagua, donde los españoles construyeron la primera capital del país. Por el camino encontramos un valle tras otro. Subidas exigentes. Descensos prolongados. Casi nada en la ruta más que ocotales silenciosos. Tegucigalpa está completamente rodeada de valles deshabitados, alejada del resto del país, que es a su vez un archipiélago de pueblos, también aislados, rodeados de valles y bosques. Resulta complicado entender la debilidad del Estado hondureño sin entender la orografía del país y la mala calidad de las comunicaciones. El país está partido entre costa e interior, cada uno con su ciudad capital; Tegus, y San Pedro. El interior es un gran mar solitario. Los pueblos son pocos y muy compactos, de población poco dispersa, como si la gente supiese que debe estar junta para alejar el miedo que suscita el vacío que los rodea. El interior es urbano, poco campesino, y pobre de solemnidad.

Guatemala tiene una clase terrateniente exitosa y millonaria que ha colonizado su propio país. El Salvador es pequeño, comercial, homogéneo y unido a los Estados Unidos. Nicaragua tiene una identidad nacional fortísima y una afición legendaria por dividirse en bandos y pelear. De Honduras, la verdad, no sabría qué decir. No es ni agrícola, ni comercial, ni próspero, ni parece tener nada que una a sus habitantes. Parece un país creado ayer o la semana pasada. Un trozo de mapa habitado por personas muy simpáticas. Quizás conocer San Pedro y la costa cambie nuestra forma de pensar. 

Por el momento, estamos en Comayagua, una ciudad colonial ubicada en un valle inmenso dominado por la base militar de Palmerola. Los helicópteros de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos no dejan de sobrevolar los campos de maíz. A la entrada de Comayagua vemos el penal que se incendió el año pasado. Murieron 360 presos. El editorial del periódico local pide al gobierno que no se les ocurra volver a abrir la prisión, que mejor evitar atraer indeseables a Comayagua.

La ciudad tiene un aire antigüeño, y las cuadras rodean el parque central forman un conjunto colonial bello. Paseamos al anochecer reconociendo a Andalucía en las pequeñas plazas, las iglesias, las paredes encaladas. Nos enteramos de que mañana llega a la ciudad una marcha que recorre el país fomentado el nacionalismo y el turismo interno. Para entonces, nosotros ya no estaremos aquí.

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