Ciencia, política y religión en el siglo XXI (1)

Dicen que en las reuniones familiares es mejor evitar dos temas de conversación: la religión y la política, especialmente si hay tragos de por medio.

Quizá porque ambos se encuentran en el ámbito de las creencias más íntimas de los individuos. La sociedad en la que vivimos, y a la que aspiramos, han sido delineadas previamente por ideas políticas y creencias religiosas a las que nos aferramos muchas veces como verdades absolutas, indiscutibles. Cuando alguien, entonces, nos cuestiona esas ideologías o formas de entender el mundo que nos rodea, asumimos una actitud defensiva o, incluso, vamos al ataque.

Por eso, la convención social consiste en no tratar esos temas en contextos informales para evitar la confrontación personal o, simplemente, no pasar un momento de incomodidad entre amigos y parientes.

No obstante, está claro que las ideas políticas, por su propia naturaleza, deben ser debatidas públicamente. Sus implicaciones nos afectan a todos. ¿Más o menos Estado?, por ejemplo, en materia de impuestos y gasto público, es un tema recurrente en el que hay posiciones encontradas en un amplio espectro donde los extremos son la anarquía y el totalitarismo. Todos debemos tener una postura al respecto porque, cualquiera que sea el equilibrio alcanzado, nos impactará directamente en el diario vivir. El problema es que dichas posturas generalmente se basan en opiniones o creencias, es decir que no se fundamentan en evidencia, datos o hechos comprobables. Por eso, es importante que la ciencia informe a la política, especialmente a los tomadores de decisiones. En los EE.UU. se está promoviendo, en esta línea, un debate entre los presidenciables para evidenciar qué tan ilustrados (o ignorantes) son en temas como el calentamiento global.

Por otro lado, la tradición liberal que prescribe una saludable separación entre Estado e Iglesia ha relegado las creencias religiosas al dominio privado. El Estado se concibe como laico –neutral en cuanto a credo–, y promotor de la tolerancia entre los ciudadanos para que cada individuo sea libre de creer o no lo que quiera –siempre y cuando esas (in)creencias no pongan en peligro a la comunidad imaginada, a la Nación, o al Estado mismo. Es decir, que la tolerancia tiene sus límites, pues en nombre de la democracia, la libertad de cultos y de expresión del pensamiento se podría impulsar causas antiliberales, a favor de un Estado autoritario y confesional, esto es, excluyente. También existe la posibilidad de voces intolerantes y racistas al amparo de las libertades mencionadas, que incluso podrían movilizar personas y recursos en contra de esas mismas libertades y la igualdad de derechos.

La ciencia también tiene algo que decir respecto a las creencias y los valores de individuos y colectividades. Especialmente cuando la religión intenta imponerse en el debate de lo público, en lo que concierne a todos los ciudadanos. No es posible que el Estado, por ejemplo, oriente sus programas de educación sexual y salud reproductiva según las creencias de la mayoría, o de una minoría muy influyente. Claro que debe respetarlas y tomarlas en cuenta para que sus diseños de política sean eficaces y eficientes, pero son criterios científicos los que deben orientarlos pues mucho está en juego para la sociedad en general.

No argumento a favor de una tecnocracia conformada por científicos, pues sería lo más parecido a la teocracia de las antiguas civilizaciones. Los primeros sacerdotes eran quienes resguardaban el conocimiento astronómico, por ejemplo, crucial para coordinar esfuerzos colectivos en materia de agricultura –tiempos propicios para siembra y cosecha que hicieron posible la alimentación de las masas.

La arena política seguirá siendo importante para el diálogo y el consenso hacia un ethos secular. No obstante, bajo un régimen democrático, los políticos enfrentan el incentivo de los números, por lo que es necesario que los ciudadanos asumamos la responsabilidad de informarnos mejor sobre las distintas alternativas para la solución de los problemas. Esto por medio del conocimiento científico y no de supersticiones, prejuicios, o sesgos cognitivos. Advierto: no se trata de una fe ciega en la ciencia, lo cual sería un oxímoron, pues si algo nos enseña la ciencia misma es a ser escépticos. La garantía es que el método científico lo pone todo a prueba, lo cual nos posibilita identificar errores y corregirlos.

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