Cien años con Manuel

Hace poco más de cien años en Oratorio, Santa Rosa, nació Manuel Hernández Jáuregui. Fue el primero de sus hermanos y quien sobrevivió a todos. Su madre quedó viuda con siete niños en una época poco propicia para las mujeres solas, por lo que consiguió que su primogénito, Manuel de Jesús, empezara a trabajar a los once años en las oficinas del telégrafo.

Con los años, de mensajero Manuel pasó a operador y luego ocupó otros cargos dentro de la Empresa de Telégrafos. Se jubiló más de 30 años después y empezó un negocio propio en el ramo de los trámites legales, actividad que, a la postre, le permitió llevar una vida de clase media holgada, viajar con cierta frecuencia, sostenerse económicamente hasta su edad actual.

Ésta es, en pocas líneas, la vida de mi abuelo paterno: un hombre del pueblo, trabajador, inteligente, entusiasta, alegre, optimista, curioso, perseverante, honrado y emprendedor. Pienso en él y veo cómo cien años de la historia de Guatemala se reflejan en su propia vida: la de las gentes comunes pero imprescindibles,  ésas que día a día hacen posible con su esfuerzo y trabajo que el país tenga un rostro decente.

Mi abuelo es un hombre que, además, ha contado con grandes amistades; es un hombre que desde el silencio y la no ostentación de sus actos, ha ayudado a gran cantidad de personas, para devolver, según asumo, un poco de lo que la vida le dio a él. Con enorme orgullo y satisfacción puedo decir que así es mi abuelo Manuel, Papá Meme, como lo llamamos con cariño sus seis nietos y nietas, sus 14 bisnietos y su tataranieto de año y medio. 

Hasta los 99, la vida de mi abuelo discurrió con relativa normalidad. Celebramos su cumpleaños en un hotel, y pese a que no escucha más que sonidos muy fuertes, pues perdió el sentido del oído debido a su trabajo como telegrafista, bailamos marimba como en sus mejores días. Sus sanos hábitos alimenticios, sus largas caminatas, su esporádico consumo de bebidas alcohólicas en actividades sociales así como el hecho de no fumar, han contribuido para que su cuerpo sea una máquina que funciona deteriorada solo por el paso inevitable de los años. Hoy continúa con una rutina: se levanta y viste como para ir a la oficina, está en casa, camina poco, dormita en su sillón favorito. Mis tías Lilia, Aracely, Tita, Betty y mi prima Ana Guisela están cada una de acuerdo con sus posibilidades, atentas a sus travesuras a veces no tan graciosas, y muchas veces preocupantes. Ellas son los ángeles que pacientes y amorosas velan por él, que llenan ahora sus horas, esas que empiezan el lento recorrido de decirle adiós a la vida.

Pienso en él y a mi mente viene su rostro, su expresión de niño grande travieso y juguetón, esa mirada curiosa y llena de picardía, su entusiasmo por las cosas de la vida que aún no se ha cansado de descubrir y siento un amor enorme, una especie de ternura de mamá que ve a su niño decrecer. Vuelvo entonces a experimentar un gran orgullo y gratitud porque este hombre nos ha enseñado, a quienes hemos tenido la oportunidad de conocerlo y convivir con él, que con trabajo y esfuerzo, que con tesón y ahorro, que con fuerza de voluntad para vencer los obstáculos, las penas y los dolores, con buena fe y sin hacer daño innecesario a nadie, es posible llevar una vida plena, digna y feliz.  

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