A partir del prefijo re-, eso significaría que hubo originalmente conciliación, un estado de relativo equilibrio, que por algún motivo se rompió y ahora se busca re-establecer. ¿Es posible eso en una sociedad? Más aún, ¿es posible en una sociedad desgarrada por una guerra interna como la guatemalteca, que nunca fue armónica, marcada en toda su historia por una despiadada exclusión social y un racismo visceral?
Salir de una guerra no es solo firmar un acuerdo de paz. Aquí eso sucedió hace ya 18 años, pero no se vive en paz. Lograrla no es olvidar los crímenes cometidos, dejar pasar las terribles violaciones a los derechos humanos que se sufrieron durante la guerra. Está más que probado que la abrumadora mayoría de violaciones fueron cometidas por el Estado de Guatemala, y no por las fuerzas insurgentes. En ese marco es difícil que la población civil que sufrió esos abusos quiera y pueda reconciliarse. Lograr cierta —entiéndase bien: cierta, no toda— armonía social consiste en darles credibilidad a la justicia y a las instituciones que ordenan la vida, en devolver la confianza a los mecanismos sociales.
Si la impunidad sigue siendo lo normal, si el mensaje que circula dominante es de absoluto desprecio por la legalidad, si se puede hacer cualquier cosa, violar nomas de convivencia y saltarse cualquier pauta institucional a sabiendas de que no habrá consecuencias —¿qué otra cosa, si no esto, es la impunidad?—, es imposible construir una sociedad pacífica y armónica.
En Guatemala, mucho de eso está pasando. La impunidad campea soberbia. Se puede violentar cualquier normativa sabiendo que no habrá castigo. Eso, entonces, alimenta un clima de violencia que no tiene fin. ¿Por qué, a 18 años de terminada formalmente la guerra, el país vive un clima de guerra, con 15 homicidios diarios y una cantidad de armas de fuego diseminadas entre la población mayor que durante el conflicto armado interno? El clima de impunidad reinante lo explica. El Ministerio Público, más allá de las buenas intenciones, reconoce que la inmensa mayoría de los ilícitos cometidos nunca son juzgados —¡hasta un 98 % queda impune!—. Ante eso, ¡se vale todo! Y la impunidad puede presentar infinitas formas: pagar para obtener un documento público, no cumplir ninguna norma de tránsito, mandar a matar contratando un sicario, no pagar impuestos, orinar en la calle, no pasar la cuota alimentaria el padre separado, etc. La idea en juego es siempre la misma: “Me salto las normas porque… no pasa nada si las salto”.
En el año 2013, luego de un proceso judicial limpio y con incontrastables pruebas incriminatorias, el general José Efraín Ríos Montt fue condenado por delitos de lesa humanidad a 80 años de prisión inconmutables. Por esa impunidad a la que nos referimos, 48 horas después del veredicto dictado por un tribunal, una maniobra leguleya le permitió saltar la sentencia, dejar su caso en un cierto limbo legal y buscar su amnistía total a partir de juegos políticos palaciegos. Ahora, a comienzos del 2015, se reabre su juicio. ¿Por qué es importante lograr una condena de hechos que ya están comprobados como delitos de lesa humanidad, por tanto imprescriptibles? Porque el respeto a la ley es lo único que puede servir para construir una sociedad con alguna cuota de paz y armonía. El no respeto a la ley, la impunidad, es la invitación a más violencia.
Es por eso, y no por motivos revanchistas, que hay que juzgar a los responsables de prácticas fijadas como delitos por toda la legislación existente en derechos humanos. Es una cuestión de salud mental mínima e indispensable que necesitan las sociedades.