Las muertes violentas que los medios han destacado en menos de diez días ponen el acento en el problema que significa vivir al día en Guatemala. Una niña es violentada y asesinada brutalmente. Un adolescente de liderazgo reconocido en su entorno, muere por un ataque armado para robarle el celular. El ladrón que le atacó y asesinó, muere en un hospital público, luego de ser vapuleado en venganza por el ataque al estudiante. Ésa es, sin más adornos, la cotidianidad. Angustia, dolor, rabia, violencia y disposición a quitar una vida como respuesta a la agresión.
Nadie merece perder la vida a manos de nadie. Ningún joven que es una promesa para su familia, para la sociedad, merece morir mientras busca formarse como un ser útil socialmente. Ninguna familia merece vivir la trágica muerte de un ser querido, menos de un joven, a quien se despidió en la mañana cuando salía a la escuela. Ninguna madre merece ver el cadáver del cuerpo agredido y lastimado de su hija niña, para quien concebía esperanzas de futuro. Ninguna madre merece saber que su hijo se convertido en delincuente y que por ello ha encontrado la muerte por ser también un asesino. Ninguna sociedad merece continuar sepultando a su niñez y a su juventud, porque con ello está enterrando su futuro.
Pero eso somos. Eso vivimos en el día a día que ha hecho de este país uno de los más violentos en el continente y probablemente en el mundo. Acumulamos, junto a El Salvador y Honduras una de las más altas tasas de homicidios violentos y superamos en mil por ciento a la estadística mundial.
¿Cómo es posible que llegásemos a esta situación? ¿Hay posibilidades de retorno? ¿Qué debemos hacer para cambiar este panorama de dolor y de tragedia? Los últimos cuatro gobiernos han jugado con nuestra existencia, mediante políticas de seguridad surgidas de la ocurrencia. Todos, irremediablemente han abierto las puertas de los cuarteles para llamar al Ejército a las calles sin que con ello se reduzca y mucho menos se elimine la violencia homicida en Guatemala. Por el contrario, ha crecido como la espuma. Aun así, no se dan cuenta del error y siguen el perverso deporte de apostar nuestras vidas.
De nada sirve que las autoridades de seguridad se rasguen las vestiduras en público y se afanen en decirnos que dedican 25 horas al día a cuidarnos. Y de nada sirve porque continúan empeñadas en darse de cabezazos contra la pared y mantienen en práctica las mismas acciones fracasadas. El gobierno actual triunfó en las elecciones al repetir la cancioncita de mano dura. Sacó más militares a las calles, abrió nuevos cuarteles, amplió el presupuesto militar y, como la mayoría de sus antecesores, fracasó estrepitosamente.
Oficialmente se afirma que en junio hubo 438 homicidios. Cifra que ya de por sí es elevada pues representa más de cuatro14 asesinatos por día. Sin embargo, es también un dato que podría no ser real si nos atenemos al informe que en corrillos diplomáticos centroamericanos, indica que en realidad hubo 700 muertes violentas.
Para empezar a mejorar en materia de seguridad, es preciso no ocultar datos ni negar los hechos. Es menester tener claridad sobre lo que funciona y no, a fin de no gastar pólvora en zanates y trasladar los recursos hacia donde en verdad funcionan. Otto Pérez Molina vivió una luna de miel en seguridad al inicio de su mandato porque cosechó los resultados de la única política sostenida que fue impulsada por su antecesor, Álvaro Colom y su ministro de Gobernación, Carlos Menocal.
Sin embargo, al cancelar los programas existentes y jugar al experimento díscolo y autoritario, el tiro les salió por la culata y, lejos de mejorar, la seguridad empeoró. Bien harían entonces en reconocer su fracaso con humildad y aceptar que su visión militarizante no sirve para resolver lo único que ahora y en este momento se les pide: hacerse responsables de garantizarnos el ejercicio pleno, libre, sin riesgos ni amenazas, de todos y cada uno de nuestros derechos.