Aunque el evento no era a hora pico, me tocó lidiar con situaciones típicas de final de jornada. Lo primero, el tráfico. Ese que vivimos los guatemaltecos a diario, unos con más sufrimiento que otros. Por un lado, rostros de quienes esperan en las paradas o van ya en las camionetas. Las miradas van perdidas, como volando hacia un afuera que los lleve lo más lejos posible de esa realidad sobre ruedas. Después de un día completo de trabajo, todavía faltan dos, tres… cuántas horas para llegar a la casa de nuevo. Para cuando eso sea, ya el día habrá llegado de nuevo a su fin, con tiempo apenas para comer algo antes de ir a la cama, pero sin tiempo para un poco de solaz, alimento para el alma. En los carros que transitan, vidrios arriba y súper polarizados, los conductores van concentrados en que no los asalten, tomar el mejor atajo o evitar dar vía a cualquiera que ose solicitarla.
Ese día, a pesar que ya era un poco tarde, seguían las largas filas, y yo ya me temía no llegar a tiempo a mi añorado concierto. A saber qué había pasado. En mis pensamientos, como ya es algo común entre los vecinos de esta caótica ciudad, caben mil explicaciones, desde un choque entre los siempre “corteses” conductores, hasta algún atraco a camionetas, como siempre, con víctimas fatales.
Por suerte, nada de lo anterior sucedió y logré salir del atasco. Llegué -casi puntual- al concierto. Solo entrar al edificio del Conservatorio y escuchar los instrumentos de la orquesta afinando, le dieron ya recreo a mi espíritu. Me sentí recompensada de la casi aventura que significa en este país aspirar a diversión y esparcimiento. Luego, al ingresar al auditorio uno se siente entre grandes. Tal vez esa fue la intención del maestro Recinos al crear sus animados difusores acústicos. Acomodada en mi butaca me alegré que el programa aún no hubiera iniciado. Me dio tiempo de jugar a reconocer los acompañantes en los balcones alegóricos y recordar las bufonas historias de su autor, describiéndolos en un documental que veo cuantas veces puedo.
Cuando el concierto inició, yo ya estaba flotando en mis propias fantasías plásticas. Ya el cansancio, tráfico, la violencia y los mil problemas diarios se habían quedado fuera y lejos. Paulo Alvarado, uno de los organizadores y coprotagonistas del concierto, dio la bienvenida. Apareció la figura del gran maestro Orellana y la orquesta dio inicio. Lo que vino después es digno de vivirse más que escribirse.
Hace unos meses un columnista planteaba -ojalá en broma- la interrogante de por qué proyectos de arte debían ser financiados con nuestros impuestos, y que había necesidades “prioritarias”. Se le olvida que a pesar de todas esas necesidades materiales insatisfechas -y tal vez a consecuencia de ellas- el arte puede proveernos de un poco de aliento espiritual para no hundirnos en los abismos de carencias. En un país donde todo falta y donde lo único que abunda son frustraciones, exclusiones y muerte, es ahí donde un poquito de alimento para el alma puede hacernos conservar la vida.