Arqueo

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Es la recta final. En dos semanas llegaremos al bicentenario de la independencia.

Los titulares abruman. El Estado abdicó de atender la pandemia y la tasa de vacunación es pésima, perseguimos a los fiscales mientras los encartados salen libres, la educación se ha estancado más por falta de imaginación que por cuarentena y la desnutrición sigue matando niños como marca de particular vergüenza nacional.

Gobierna un mandatario cerril con un gabinete incompetente, las cortes se pueblan de gente certificadamente corrupta y legisla un Congreso de mercantes. La economía depreda la riqueza natural sin consideración ni por la gente ni por el entorno mientras las remesas sostienen a las familias.

Sobre todo, se respira desesperanza: los pobres abandonan su pueblo y su familia para probar suerte en el Norte; la clase media urbana no hace planes, apenas sobrevive con una solidaridad de urgencia; hasta las élites abandonaron la pretensión de nobleza.

La conclusión se forma sola: esto que tenemos no nos sirve. ¿Habrá salida? Quizá, pero solo abriendo los ojos. No le daré el bálsamo de los símbolos patrios y de las gestas heroicas. Que el repaso ayude, aunque sea para formar el propósito de enmienda.

Partimos del hecho conmemorado: en 1821, una independencia fraguada entre élites para prevenir que la libertad fuera del pueblo. Una independencia de criollos que escogieron como primer presidente al último representante colonial. Traidor este con su rey, traidores aquellos con su gente. Una independencia transaccional, que 4 meses más tarde se entregó a México y 22 meses después se volvió a declarar. El que da y quita con el diablo se desquita.

No tuvo mejor destino la federación centroamericana. Como collar roto del que se escapan las cuentas, entre 1838 con Nicaragua y 1839 con otra independencia guatemalteca —ya van tres— se desgranó en cinco países enanos. Enanos los Estados, enanas las intenciones de las élites, que en 1840 dejan el poder en manos de Rafael Carrera. Este, sagaz, conservador y de pocas letras, aniquila el liberalismo quetzalteco con apoyo de indígenas oprimidos por los mismos liberales. Inaugura el pacto articulado en adelante entre élites rústicas, clase media servicial y sobrevivencia indígena. Engranajes que mueven riqueza de abajo arriba: ineficientes pero sostenibles. Sobre todo, riqueza que abunda al concentrarse en pocas manos, que son siempre las mismas.

Así llegamos a hoy, 15 días antes del bicentenario, sentados en el mercado, vendiendo justicia y comprando hambre.

Llegamos a 1871, el invento que aún hoy nos sofoca. La élite de Los Altos finalmente secuestra el poder nacional. Es un proyecto de engaño que da nombre nuevo a todo lo viejo: reforma por captura estatal, liberalismo por conservadurismo, desarrollo económico por expansión latifundista del café, empleo por colonialismo interno. Funda un Ejército que, pasado el ineficaz centroamericanismo, solo servirá para reprimir. Cierra la puerta a la Iglesia católica solo para abrírsela a las evangélicas y desahucia leguleya a los indígenas de sus tierras comunales. Cría una nueva clase de tirano: el dictador liberal. Apenas dos —Manuel Estrada Cabrera, con 22 años de mando, y Jorge Ubico, con 14 años más— alcanzan para recorrer desde el siglo XIX hasta casi la mitad del XX.

Llegamos a 1944, lo que podía ser y debió evitarse a toda costa: una democracia moderna de masas, una economía expansiva que distribuye prosperidad. Un Estado para todos, con reforma agraria para liquidar la tenencia feudal de la tierra y de la gente, el seguro social, diversificación de la economía e industrialización del agro. ¡Jamás!, gritaron a coro el anticomunismo de los Estados Unidos, el Ejército miedoso, la mendaz jerarquía eclesiástica y las élites monopólicas. Desencadenaron el infierno: 36 años de guerra.

Esos 36 años parieron siete gobiernos militares, dos fraudes descarados, el genocidio, una Constitución que quería ser moderna, una democracia tímida, múltiples intentos de golpe de Estado, un autogolpe con disolución del Parlamento y, para sellarlo todo, la firma de la paz. Así recalamos en el presente, un presente que tiene ya un cuarto de siglo.

Un presente que lo vendió todo, desde Aviateca hasta Guatel. Vendió la construcción de las carreteras. Vendió los bebés de la guerra y vendió la religión. Ahora vende drogas y vende gente, que los migrantes son el principal producto de exportación nacional. Y con el traidor de Jimmy Morales, clasemediero servicial, malbarató el reclamo popular de justicia incorrupta.

Así llegamos a hoy, 15 días antes del bicentenario, sentados en el mercado, vendiendo justicia y comprando hambre. Sobre todo, extrayendo riqueza de los muchos pobres para los mismos ricos. Más que dos siglos de independencia, son al menos diez veces de reinventar la misma cosa, la misma colonia.

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