Algo más de monseñor Gerardi

Hace ocho días escribí sobre ciertas facetas poco conocidas de monseñor Juan Gerardi. El artículo provocó no pocas opiniones en las redes sociales, y algunos amigos me pidieron escribir algo más a guisa de reminiscencias.

Debo confesar que me es difícil escoger entre anécdotas, momentos de crisis y ciertos sucesos de alegría que me tocó vivir junto a él entre 1967 y 1972. En ese lapso tuvimos un encuentro (casi) semanal en la catedral de Santo Domingo de Cobán. Se trataba de la plática que seguía a la celebración de la misa de las 7 de la noche. Puntualizaré entonces lo más relevante de mis recuerdos.

1. El contexto de su arribo a Cobán

Don Juan José Gerardi llegó a Cobán en un momento crítico. Iglesia adentro, recién había finalizado el Concilio Vaticano II (1965) y los influjos conciliares comenzaban a traducirse para América Latina. Él estaba muy impresionado con el contenido del Pacto de las Catacumbas y quiso ponerlo en práctica en la Diócesis de Verapaz. Iglesia afuera, llegó a hacerse cargo de una feligresía rural ninguneada socialmente y de una feligresía urbana estremecida por algunos escándalos de ciertos miembros del clero regular, particularmente en la ciudad de Santo Domingo de Cobán (nombre legítimo de Cobán).

2. El primer signo y el primer síntoma

El 11 de agosto de 1967 tomó posesión de la diócesis. La población de Cobán salió a recibirlo y, al llegar al parque central, casi sufrió un colapso cuando alumnos de un colegio católico (apostólico y romano) le hicieron valla vestidos con uniforme de gala de corte militar (desentonado para la pobreza de la región), con fusiles al hombro y dirigidos por un oficial de reservas militares que, al notar su presencia, les ordenó: «¡Aaaaaatención! ¡Tercien… armas!». Al instante una banda de guerra entonó una fanfarria, y, como bien dijo Gerardi días después: «Napoleón Bonaparte se quedó corto».

3. Sus reacciones

Luego de su primer recorrido por la diócesis nos habló de su conmoción al haber observado el nivel de pobreza y de exclusión en que vivía la mayoría de los grupos mayadescendientes, principalmente el grupo q’eqchi’. Y comenzó a tomar sus propias medidas, su propio derrotero, y señaló rumbo en la iglesia de Verapaz.

Entre otras acciones, celebró misa en idioma q’eqchi’. Algo osado para la época porque, si la población urbana suspiraba, añoraba y lloraba por las misas en latín —que, dicho sea, no entendían—, escuchar a un obispo cantar misa en q’eqchi’ les sonaba a escándalo. Me atrevería a decir que fue el primer obispo que se atrevió a hacerlo en estos lares.

También acompañó a los religiosos de la Orden Benedictina en la fundación del Centro San Benito de Promoción Humana (para la formación de catequistas). La preparación no era puramente doctrinal, sino también social, y se formó desde tal estamento a no pocos líderes que trabajaron por el desarrollo de los pueblos.

Luchó a brazo partido por el reconocimiento de los idiomas mayas. Se enojaba mucho cuando alguien llamaba dialecto al idioma q’eqchi’. De esa cuenta, logró en la región la instalación de las primeras emisoras que transmitían en dicho idioma.

Y todo ello le valió el sambenito de comunista.

4. Su afición al ping pong

Nunca nos contó dónde aprendió a jugar tan hábilmente el ping pong. Pero a nosotros, los jóvenes que pivotábamos alrededor de la parroquia de catedral, nos enseñó a practicarlo. Era increíble la manera en que, para su peso y estatura, servía la pelota con la mano derecha, giraba 360 grados y respondía la devolución con la mano izquierda. Siempre hacia el lugar menos pensado. Nunca le pudimos ganar un partido.

5. Sus conflictos con el área urbana

Imagínese, estimado lector. Para la época, escuchar a un obispo defender a los más pobres entre los pobres, defenestrar la teoría de que los pobres eran tales por ser haraganes, infundir esperanza en el pueblo oprimido y agobiado por el peso de la explotación de muchos mandamases que vivían en la ciudad y advertir al explotador del grave pecado en que caía al abusar de sus hermanos significaba colocarse en una mira de ametralladora.

6. La despedida

Un día de octubre de 1972 nos despedimos. Ese día hizo gala de su humor tan especial. Cuando me abrazó, sabiendo que mis próximos estudios de medicina me obligarían a dejar Cobán, me dijo: «Espero que cuando seas cirujano no vayas a operar como cuando sirves en el altar: un poco loco y desordenado». Nos carcajeamos. Años después tuve la oportunidad de servirle como médico.

No pocas veces me he preguntado qué ganaron con su muerte.

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