«Al final no hubo cónclave»

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El domingo 4 de julio de 2021, el papa Francisco fue intervenido quirúrgicamente para realizarle una resección de un segmento del colon. Diez días después salió del hospital sin complicación alguna.

La cirugía se llevó a cabo en el prestigioso hospital Gemelli de Roma y, según las primeras noticias, la intervención se realizó para corregir una estenosis diverticular. Debido a mi práctica quirúrgica, la noticia no dejó de inquietarme. Operar a una persona de 84 años de edad para resolver un problema del colon no es para menos. La posibilidad de padecer un cáncer o de haber sufrido una perforación intestinal (por una diverticulitis aguda) es lo primero que salta en la imaginación. Afortunadamente, no fue ni lo uno ni lo otro. Se trató de una cirugía electiva, a total voluntad del pontífice.

Si aquella noticia me infundió algún desasosiego, mucho más lo vivencié cuando a principios de la semana pasada leí las declaraciones que el papa dio respecto de la atmósfera que rodeó su hospitalización. Según la Agencia Católica de Informaciones (Aciprensa): «El papa Francisco lamentó que, a raíz de su reciente operación de colon, realizada el 4 de julio en Roma por una diverticulitis, algunos lo querían muerto y ya preparaban el cónclave para nombrar a su sucesor».

Caí entonces en la cuenta de que esos momentos de aprensión experimentados no eran producto de una excesiva demostración de sentimientos —que pudieron haberse calificado de aspavientos—, sino del impacto que me provocó estar ante dos rostros tangibles de la renuncia ante el compromiso histórico de hacer posible el reino de Dios en este mundo (compromiso que el papa ha impulsado en casi todas sus encíclicas). El primero era un rostro sacristía adentro (versión europea) y el segundo uno muy guatemalteco y también católico. Justamente dos días después de la cirugía referida, el martes 6 de julio, un amigo me comentó: «No sé si te enteraste de la operación del papa [lapso de silencio acompañado de muecas de satisfacción]. Te cuento que algunos están esperando que se muera». Cuando le pregunté la razón, me respondió: «Es comunista».

«No sé si te enteraste de la operación del papa […]. Te cuento que algunos están esperando que se muera». Cuando le pregunté la razón, me respondió: «Es comunista».

Este otro rostro —el guatemalteco— ya se me había aparecido antes, en noviembre de 2013. Recordé que mi amigo estaba muy enojado esa vez porque el papa había declarado: «Los administradores corruptos devotos del dios soborno cometen un pecado grave contra la dignidad y dan de comer pan sucio a sus propios hijos: a esta astucia mundana se debe responder con la astucia cristiana que es un don del Espíritu Santo». En esa ocasión me abordó en el atrio de una iglesia (cuando salíamos ambos de un oficio litúrgico) y, ante mi supina ignorancia con relación a las declaraciones del papa, le prometí buscar el origen de la noticia para poder externar opinión. Cuando lo encontré, me percaté de que, según la fuente, el papa «hizo tales declaraciones en la homilía de la misa que celebró el viernes 8 de noviembre, por la mañana, en la capilla de la Casa de Santa Marta, en la que propuso una reflexión sobre la figura del administrador deshonesto descrita en el pasaje evangélico de san Lucas (16, 1-8)». La homilía fue llamada El pan sucio de la corrupción y fue pronunciada el viernes 15 de noviembre de 2013.

Un mes más tarde le di mi parecer (por vía telefónica) y le propuse que buscara a su párroco para dialogar con él acerca de sus inquietudes. Le expresé que, a mi juicio, estaba aprehendido por el ídolo del pacifismo, ese que adormece conciencias para mejor medrar y que mata toda esperanza. También le expliqué que ese no era el dios de Jesús que habíamos conocido en la Iglesia cuando, muy jóvenes, participábamos en un movimiento pastoral. Me dijo «gracias por tomarte la molestia de llamar» y colgó el teléfono. Ese diálogo sucedió en algún día de diciembre de aquel año.

El recién pasado 6 de septiembre volvimos a encontrarnos, yo caminando en una calle y él dentro de su vehículo. Se detuvo para decirme: «Al final no hubo cónclave». Pero ese rostro ya no era de dureza ni de cólera. Me compartió que había hablado por segunda vez con su párroco y que su yugo había sido desmontado. A título de muestra, asintió cuando le pedí autorización para narrar estos hechos sin nombres ni apellidos.

Así, muy a pesar de los rostros de allá y de acá (porque los hay otros) —esos que reniegan del compromiso histórico de hacer posible el reino de Dios en este mundo—, tendremos papa Francisco por muchos años más. Dios así lo quiera.

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