Voto sin poder

Es una propuesta que puede y debe mejorarse pero que abre la puerta para realizar reformas impostergables a nuestro sistema político. Uno de los elementos que más me sorprendió fue la propuesta de reforma del Congreso. No por la reducción a 140 diputados –que fue lo más sonado– sino por el sistema que se proponía para elegirlos.

En el cuadro original que presentó el Ejecutivo, se hablaba de dividir el país en 60 distritos, cada uno de los cuales elegiría dos diputados al Congreso y sumarle a eso otros 20 que se elegirían a nivel nacional. En la jerga electoral esto se conoce como sistema binominal, ya que cada distrito elige dos representantes. ¿Qué tan representativo es este sistema de la voluntad popular? Pues es el menos representativo de los sistemas vigentes. Es decir, de todos los sistemas que existen para elegir representantes, el sistema binominal es el sistema donde menos cuenta el voto en el resultado final.

¿Por qué sucede esto? Hay que echar un vistazo a la historia de este sistema. Su origen moderno se remonta a la Polonia comunista de los años ochenta, en la cual el partido oficial quería dar la impresión de apertura democrática sin arriesgarse a perder la mayoría parlamentaria. Lo consiguieron diseñando un sistema en el cual reservaban una cantidad pequeña de escaños para el partido oficial y el resto se disputaban en un sistema idéntico al propuesto por Otto Pérez. El resultado era que los comunistas siempre conseguían la mitad de los representantes en disputa, ya que el segundo partido tan solo necesita conseguir la mitad de votos que el primero (algo muy fácil de lograr) para llevarse uno de los dos representantes de un distrito. Al sumarle a esto sus escaños reservados, les era muy fácil conseguir la mayoría parlamentaria, aún si una amplia mayoría de la población votaba por la oposición. El éxito de este sistema para suprimir la voluntad popular fue replicado por otro régimen autoritario, en el otro extremo del espectro ideológico –el Chile de Augusto Pinochet.

Ante las previsibles críticas a esta propuesta, el diputado patriotista Oliverio García Rodas salió a la defensa argumentando que este sistema transformaría las elecciones de diputados en contiendas de liderazgos locales con mayor representatividad, por lo que no se eliminaría la pluralidad. ¿Qué tan cierto es esto? Basta con ver la historia electoral de nuestro país para darnos cuenta que no existen liderazgos locales con suficiente caudal para desafiar el dominio de los partidos grandes. Al pensar en liderazgos locales capaces de mover el voto, vienen a mi mente Nineth Montenegro en la capital, Arístides Crespo en Escuintla y Edwin Martínez en Huehuetenango. Para los tres casos, se observa un efecto personal importante, ya que sus resultados superan la media nacional de su partido. Sin embargo, en ningún caso este efecto supera un 20% del voto, por lo que aún los liderazgos más consagrados de la política tendrían problemas para romper la polarización del sistema binominal. En este sentido, resulta muy elocuente observar que para las últimas elecciones, Arístides Crespo tuvo la necesidad de abandonar su partido de siempre (el FRG) para aliarse a un partido grande (el PP) a fin de no correrse el riesgo de perder la reelección, a pesar que competía en un distrito que elige 6 diputados.

Nuestro sistema electoral necesita cambios, pero no ese tipo de cambios. Se debe profundizar la democracia realizando primarias a lo interno de los partidos. También se debe dotarlos de mayor independencia financiera y transparentar su financiamiento privado. El problema con los partidos no es que sean muchos, es que son débiles. La reforma propuesta parecía condenarnos a un gerrymandering de lo más crudo, como el que se vive en Estados Unidos. ¿Sería atractivo un voto sin poder?

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