En concreto: en alguna zona “pudiente” de las afueras de la ciudad capital un día de estos iba una elegante señorita (canchita) montando su elegante bicicleta, practicando una sana actividad deportiva. Lo curioso –por llamarlo de algún modo- es que detrás suyo iba un elegante vehículo blindado, con las luces intermitentes encendidas, con varios guardaespaldas dentro. Iban cuidándola, claro. Y para ello, se desplazaban a baja velocidad, obstaculizando el tráfico que venía detrás.
Algo también “curioso”, para seguir usando eufemismos –eran muy tempranas horas de la mañana- es que junto a la referida jovencita también iban numerosos ciclistas, obviamente hacia sus lugares de trabajo, seguramente no muy elegantes, con bicicletas nada elegantes, y ninguno de ellos llevaba tras de sí un carro con guaruras.
Decía que esto es la punta del iceberg porque quise profundizar el tema y me empecé a encontrar con lo siguiente: una persona que puede desplazarse con guardaespaldas no tiene empacho en obstaculizar el tráfico. ¿Qué pasaría si algún conductor de los que se veían demorados protestaba? ¿Les dispararían los elegantes cuidadores? No lo sé, pero quizá sí (eso ya ha pasado en varias oportunidades en el país de la eterna primavera). En definitiva: ¡eso es la impunidad!: hacer lo que uno quiere, transgrediendo normas, sabiendo que no va a tener consecuencias por ello.
Los otros ciclistas –seguramente albañiles, obreros de maquilas, sin dudas no gerentes ni top models– por supuesto no iban con escolta. Si esta gente –la gran mayoría silenciosa- protesta, no digamos ya por un atasco provocado en la carretera sino… tal vez por un aumento de salario o una mejora en sus condiciones laborales, por supuesto que no tendrán guardaespaldas que los cuiden. Por el contrario, es muy probable que puedan recibir palo, tal vez balas de goma, gases lacrimógenos, y si protestan demasiado, pueden terminar en una cárcel.
¿Qué es la impunidad entonces? Saltarse las normas sociales sabiendo que no habrá castigo. En otros términos: algo así como sentirse dios, intocable, absoluto. Definitivamente, es una experiencia placentera. Pero hay un problema: si vivimos en sociedad -¡y el ser humano sólo en sociedad puede vivir!- el otro también cuenta. Avasallar al otro no es posible; pasarle por encima, desconocerlo en su realidad, en su existencia, es un crimen. La impunidad, en ese sentido: ¡es un crimen!
Dicho de otro modo: la impunidad atenta contra la vida civilizada, contra las normas de convivencia, contra la organización social. Pero aunque parezca mentira (por brutal, incivilizada, criminal y altanera) es en muy buena medida algo de lo más cotidiano en la sociedad guatemalteca. Es una cultura, una matriz que ya se ha establecido.
Alguno de los primeros españoles que llegó por estas tierras dijo a inicios del siglo XVI: “vinimos aquí a traer la fe católica, a enaltecer al rey… ¡y a hacernos ricos!”. Ahí quedó inaugurada la impunidad que atraviesa toda nuestra historia. El que manda, el que detenta una cuota de poder puede hacer lo que le plazca, seguro que nadie se le opondrá.
¿Por qué esta muchacha puede transitar impune por la carretera deteniendo el tráfico que viene tras ella? Porque el que manda es indiscutido, intocable. ¿Un dios? Casi… La cultura de impunidad reinante le garantiza que nadie se meterá con ella.
Pero no es posible construir un país con justicia sobre esos cimientos. El resultado es lo que vemos: quien manda puede hacer cualquier cosa y salirse siempre con la suya. El reciente juicio al general Ríos Montt lo permite ver: la clase dirigente (para la que el militar trabajó) no tolera sombras ni cuestionamientos. Se puede masacrar, pero si eso garantiza el statu quo, no hay problemas. ¿Hasta cuándo?