Si bien existen varias explicaciones, me referiré solo a dos: la primera parte de la desconfianza de poder acceder a ella (A) y la segunda apunta a que se teme ser libre (B).
A- Si no se puede acceder a la verdad probablemente sea porque los sentidos nos engañan, la mente está pobremente equipada o contamos con malas fuentes de información. Si aun reconociéndola –aunque de modo parcial–, tenemos buenas razones para no hablar de ella, entonces el problema no es su contenido, sino lo que creemos que podría pasar si esta se conociera pues tememos su impacto.
En la vida política, la verdad parece ser un asunto ligado a la confianza. No siempre se la cuenta, se disimula, se maquilla, se oculta. Sospechamos de la información que entregan los políticos y funcionarios de gobierno, pues anticipamos que todo político es un mentiroso compulsivo. Dudamos además de las intenciones de quien la comunica, nos incomoda su vaguedad y el hecho de que la versión contada no coincida con la nuestra…
Lo cierto es que finalmente, la verdad se filtra, se escurre entre las conversaciones cotidianas de amigos y conocidos, de ahí la expresión: “Que no salga de Centroamérica” singular forma de reconocer lo inevitable.
Ahora bien, hay verdades sencillas que no representan problemas (2+2=4), y otras explosivas, relacionadas con faltas a la norma social o con los delitos tipificados en las leyes, y por ende se las considera una amenaza.
B- En segundo lugar, puede ser que en realidad no queramos ser libres. No toleramos el peso de la verdad, porque nos hace ver desagradables, malos o corruptos. Y aunque todo el mundo lo sepa, figuraremos ser bellos, buenos y honestos. De este modo evadimos nuestra situación y la de los otros. El disimulo de todos nivela la vergüenza.
Ciertas verdades circulan con naturalidad entre la gente, y no se tornan problemáticas sino hasta que se hacen públicas a través de los medios de comunicación ¿Por qué?
Mi tesis es que en Guatemala, las cosas no son ciertas si no se publican en los medios, y además, son reconocidas y comentadas por los ciudadanos que escriben, opinan o dan declaraciones a la prensa o en las redes sociales. Así, la verdad es el resultado de un consenso cognitivo y moral que primero ha sido tamizado por la opinión publicada.
En este caso, la politicae veritatis no tiene que ver con el contenido veritativo de lo acontecido o lo dicho, sino con el significado expuesto y percibido. O como decía Hobbes, la verdad política vigente.
Según mi apreciación, esta es definida por aproximadamente seis mil personas, si se suma a la clase política, los poderes económicos, los editores, columnistas, apologetas, espadachines y coristas. Entonces, si en su definición participa un grupo tan pequeño, el resultado no puede ser democrático, ¿o sí?
A diferencia de la verdad jurídica, en política no se requieren pruebas, ni investigadores ni forenses ni un proceso argumentativo; tan solo se necesita un mensajero creíble, un grupo que lo apoye, otro que lo publicite y otro que le crea. Luego, solo resta dejar que la idea se incube en esa inmensa y volátil marea, llamada opinión pública.
Finalmente, ¿cómo conocer la verdad si, esta es en realidad una idea preconcebida con las cual nos sentimos seguros porque afirman nuestras sospechas, reafirman nuestras posiciones, nos hacen sentir más confortables dado que encajan en nuestros marcos mentales?
No dudo de que existan ignorancias deliciosas y amables. Pero la verdad sigue siendo por dicha, un pájaro rebelde.
* Estudió Filosofía en Costa Rica y periodismo en Guatemala. Tiene estudios de Maestría en Política y Comunicación. Como analista simbólico estudia las dinámicas de cambio-estabilidad en Guatemala.