Cuando estábamos conversando en el receso de nuestra clase de portugués sobre el injustamente condenado Bradley Manning y su deseo de convertirse en Chelsea Manning, una de nuestras compañeras, de unos 40 años, nos sorprendió a todos con una frase: “Ay no, eso de estar al lado de un homosexual debe ser incluso peor que estar junto a una mujer sexy”.
Cuestionada, intentó explicar que era porque las mujeres sexys son plomosas, se creen mucho y es incómodo estar a su lado en un salón. Después siguió su argumento con la queja de la proliferación de hombres homosexuales: “Es que ahora uno ve un hombre guapo en la calle y es gay”. Su reclamo es parecido al de muchas amigas mías treintañeras, quienes por lo general son felices teniendo amigos gay, que se lamentan de que muchos hombres no-machos tengan “ese defecto”. Uno es queja y otro es lamento amistoso.
Nuestra compañera sentía pena de que tuvieran que pasar por esa situación —como si fuera una enfermedad—, con varios de los estudiantes asintiendo y otros con caras muy sorprendidas ante la falta de respeto y empatía con los gays y las lesbianas.
“Uno de mis mejores amigos es gay”, intervine. “Y es una persona normal”. Todos sonrieron nerviosos y algunos bromearon. “Y la pasan tan bien o mejor que nosotros que no somos gays”, añadí para provocar. Más risas nerviosas.
Uno, tan optimista y tan sumido en mundos más liberales o lector ávido de debates de sociedades más avanzadas en estas discusiones, puede olvidarse de lo pesado que es ser homosexual o lesbiana en Guatemala o Centroamérica. Por suerte hay ocasiones en las que instituciones como la Fundación Fernando Iturbide, el Fondo Mundial e Hivos, o el papa Francisco, nos hacen debatir sobre el tema. Declaraciones suyas o campañas en la radio y en la calle hacen que nos cuestionemos (o nos cuestionen nuestros hijos) sobre qué quieren decir esas palabras: gay, trans, VIH. Tenemos tanto por caminar para garantizarles que puedan ser ciudadanos y ciudadanas con plenos derechos en nuestro país.
Pero, de regreso en nuestro receso, otro, más joven, intentó ser tolerante. “Yo no tengo problemas con ellos (los gays). Que hagan lo que quieran, pero que agarren onda y no se metan conmigo”. Que no le coqueteen o lo miren así shuco, pues.
Claro, respondí. “Si el otro día estaba yo en una fiesta del orgullo gay en un barrio en Madrid y hubo momentos en los que me miraban de tal manera que me sentía un pedazo de carne”. “Cabal”, respondió mi compañero de clase. Y no pude evitar: “Sí, quizás es una taza de nuestro propio chocolate, porque así, como pedazos de carne, vulnerables, cosas, es como los hombres hacemos sentir a las mujeres en todas las calles, oficinas y espacios de Guatemala”.
PS. No se pierda una investigación de Plaza Pública sobre Los militares y la élite, la alianza que ganó la guerra (http://goo.gl/uBmgjl). @Martin_Guate