Evoco esta frase ahora que es el momento de mirar para adelante, luego del huracán. Me tranquiliza ver a mi alrededor un mar menos picado que hace un par de días. Y en este mar veo flotando hilos de muchos colores, de los cuales podríamos tejer un bello huipil.
“¡Que son lo mismo!” –gritan las voces más críticas, tras lo del viernes. Mientras tanto, a mí se me hace un nudo en la garganta teniendo que aceptar que mi defensa –en este excepcional caso del statu quo– habrá de ser menos ruidosa. Pero bien, se intentará. Y ésta comienza con un llamado a recordar aquella virtud milenaria exaltada por Cicerón –esa que es la mejor amiga de la sensatez–: la moderación. No su versión malentendida –la apatía– que nos hace voltear la cara a los problemas que no nos afectan directamente, sino la templanza de quien ha moldeado su visión del mundo en base a la historia y no en base a la doctrina.
Pues es esta misma virtud la que me gustaría tener presente para diseccionar los acontecimientos y formar mi criterio. ¿Aceptar el statu quo sin ningún cuestionamiento? No lo creo posible, ni creo que vaya a ser aceptado. ¿Volvernos maniqueos y gritar “Patria o muerte”? Menos aún. Y es que si queremos llegar al fondo de las cosas, apartemos primero ese concepto de “culpa”, tan efectivo para movilizar las hordas pero tan inútil para entender la realidad. Apartado ya, preguntémonos si queremos cambiar algo, ¿qué podemos hacer para ello? ¿Qué parte me toca jugar a mí, qué debo sacrificar? ¿Juego al juego de la realidad o de la doctrina?
Plaza Pública ha sido y sigue siendo un medio campeón de la libertad de expresión, pues ha expandido enormemente el campo de temas y actores sujetos a escrutinio público. Yo le sigo apostando, ya que es un medio transparente y, además, tiene una ideología con la que me siento cómodo. Creo firmemente en la idea del bien común presente en la doctrina social de la Iglesia católica y compartida por esta plaza, aún si debo aclarar –antes de que la audiencia me tache de cachureco– que la religiosidad no es lo mío y me debato en la frontera entre católico y agnóstico.
Además, la relación de este medio con la Iglesia Católica –que no será absolutamente independiente pero tampoco una caricaturesca subordinación– no me hace sentir incómodo porque –a riesgo de generar debate con el amigo Óscar Pineda, a quien considero un pensador de calibre mucho mayor al mío– no veo al pensamiento religioso como fuente solamente de problemas, sino también de aportes positivos, tales como el sentido de comunidad o de propósito, a veces tan necesarios en medio de esta gran duda existencial que es la vida.
Me parece, también, que no se puede voltear la cara a los aportes que la Universidad Rafael Landívar ha hecho a la apertura en muchos frentes nacionales, incluido el constituirse en la universidad con la mayor apertura a la diversidad sexual en Guatemala, superando por mucho –irónicamente– a las universidades laicas del país.
Lejos de mí está desconocer los peligros del fanatismo religioso, pero no creo que éste sea una amenaza inminente para la civilización ni menos aún un vicio de este medio. No en una era en la que las instituciones religiosas enfrentan el mayor escrutinio de su historia. Sí veo, en cambio, peligro en algunas tendencias de nuestra sociedad para las cuales no se presentan todavía soluciones viables. Son estas tendencias, problemas como la creciente desigualdad, polarización, las amenazas ambientales y el individualismo excesivo, campos en los que Plaza Pública tiene aún mucha batalla que dar, con el combustible que usted y yo queramos aportarle.