Ocho ejecuciones no es nada

En la semana han circulado infinidad de narrativas y casi la totalidad de columnistas se han referido al hecho. Sin embargo, nadie desde el gobierno nos dice aún quién era el responsable del contingente militar, mucho menos de las instrucciones que tienen para disolver una movilización social.

Lo que sí ha quedado claro es que Guatemala es un país dividido respecto a las acciones del Ejército para reprimir a la oposición.

Es evidente que para varios actores, la represión a cualquier protesta social es legítima y necesaria, pudiendo conllevar el asesinato del manifestante. Se criminaliza a quien protesta y defiende al torturador y asesino. Es evidente que a ese grupo pertenecen la mayoría de los dirigentes de la cúpula empresarial y altos funcionarios de gobierno. Las ya multicomentadas palabras del señor ministro de Relaciones Exteriores son producto de esa ideología.

En todas partes del mundo derechas e izquierdas disputan el poder, unos para favorecer a los dueños del capital y los otros para arrancarles al menos migajas para los que de maneras cada vez más sofisticadas otorgan valor a los bienes. Pero ambas coinciden en que las fuerzas del orden no son aparatos violentos que masacran al opositor, mucho menos van a justificar la muerte  de al menos uno de los manifestantes. Pero acá, posiblemente porque tenemos una izquierda políticamente muy debilitada, la ideología que justifica el terrorismo, la violencia y el asesinato del opositor es predominante en amplios sectores de la clase media. A ello, evidentemente, ha contribuido la manera cómo instancias de socialización como las iglesias, medios de comunicación, pero predominantemente el sistema escolar (público y privado) han tratado la historia reciente.

No se puede educar en el respeto intransigente a la vida y al derecho a disentir si no se es también intransigente contra la desaparición forzada, la tortura y la ejecución extrajudicial. Al tratar de no hablar de ello y, tras bambalinas, hasta justificar tales crímenes, esas instancias de socialización y producción ideológica han construido ese monstruo ideológico que ahora se ha expresado en la voz del Canciller, en la de los dirigentes empresariales y de todos aquellos que a través de las redes sociales han justificado y manifestado su complacencia con lo sucedido.    

Y tal vez esto sea lo más perverso y dramático. Si ya ocho muertes violentas y una treintena de heridos por las fuerzas públicas son hechos que llamarían a la reflexión y cambio de actitud, más lo es que exista un número significativo de personas, con alguna escolaridad, que justifiquen, defiendan y hasta promuevan tal comportamiento.

El jefe del Ejecutivo tiene ante sí la posibilidad de mostrar sus habilidades como gobernante y, de alguna manera, aportar para que esta ideología de la violencia e impunidad sea cuestionada y superada. Seguir los consejos de su asesor Zapata puede que le enfrente con los más duros de su entorno militar y hasta consigo mismo, pero le permitirá llegar menos debilitado y desprestigiado al final de su mandato.

El retiro de sus propuestas de reforma constitucional y desaparición de las escuelas normales debería ser su osado aporte para abrir el efectivo y fundacional diálogo nacional que muchos estamos esperando pues, aunque pierda cómodos e incondicionales aliados como la dirigencia magisterial, tendrá ante sí la posibilidad de ser efectivamente el constructor de la paz.

Si se empecina, o juega a los dobles discursos, no solo anulará la posibilidad de ser considerado estadista sino, tal vez lo peor, le habrá negado al país la que es posiblemente nuestra última oportunidad de construirnos como sociedad moderna.

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