El Gobierno, históricamente subordinado a los intereses del capital, ha debido establecer tales políticas ambientales, en la mayoría de los casos, condicionando su funcionalidad a los intereses del mercado (las licencias forestales, los estudios de impacto ambiental para diligenciar todo tipo de actividades extractivas, las licencias pesqueras, las leyes de caza, por ejemplo) y otros atendiendo a las presiones de grupos sociales (las áreas protegidas, como ejemplo insignia).
Un cuerpo legal y un aparato institucional se han configurado a la sombra de esas políticas. Algunas de esas instituciones han tenido que reinventarse una y otra vez en la medida que se vieron imposibilitadas de cumplir con su mandato y perdieron credibilidad, en no pocos casos señaladas de corrupción. Las instituciones forestales que antecedieron a la actual, fueron liquidadas por estos motivos.
¿Qué tenemos actualmente con responsabilidades exclusivas en materia ambiental? Un Ministerio de Ambiente y Recursos Naturales (MARN), un Consejo Nacional de Areas Protegidas con una Secretaria Ejecutiva adscrita a la Presidencia (CONAP), un Instituto Nacional de Bosques que opera como Servicio Forestal (INAB), y una figura tan curiosa como ineficaz: las Autoridades de Cuenca. Otras entidades tienen algunos mandatos ambientales que resultan marginales frente a sus tareas centrales, por ejemplo los Ministerios de Agricultura (pesca, reservas territoriales del Estado) y Salud.
El MARN ha colapsado en su intento de administrar los Estudios de Impacto Ambiental, único instrumento regulatorio relevante. El CONAP se debilita sistemáticamente en medio de las cotidianas batallas por mantener íntegros los territorios que administra; el INAB ha sido totalmente rebasado por el fenómeno creciente de la deforestación y por el descomunal mercado de madera ilegal asociado a este. ¿Y las Autoridades de Cuenca? Estoy seguro que la mayoría de la población ni siquiera ha notado su presencia.
Todas estas entidades operan en una marginalidad política y financiera que les impide hacerse presentes, y cuando están, es con insuficiencia o, peor aún, impulsando incentivos perversos. Esta marginalidad no es casual. Es el resultado de la visión que, en el marco del sistema y la doctrina, se tiene del ambiente natural. Y esa visión es la de una mercancía. La lógica no es otra que la de aprovecharla al máximo y frente a esta lógica, las leyes y las instituciones ambientales son un estorbo. La meta es limitarlas, controlarlas y si es posible, anularlas.
Y en su más burda expresión, eso es lo que tiene lugar hoy en el MARN. Quien dirige la cartera se ha convertido en la principal promotora de las más descaradas amenazas a los espacios y bienes naturales, teóricamente protegidos por regulaciones especiales. Y esa meta también explica las permanentes crisis de capacidades con las cuales ha debido operar el CONAP y sus socios. Los gremios empresariales, incluso, intentaron durante el Gobierno de Berger, anular la Ley de Áreas Protegidas. También explica el choque entre intereses gremiales e intereses nacionales que tiene lugar en el seno de la Junta Directiva del INAB, choque que ha limitado sustancialmente el alcance de la institución.
Y bajo la mirada de estas entidades, en algunos casos con pena –porque no puede negarse que en algunas de ellas (INAB y CONAP) aun priva el deseo de cumplir con sus mandatos– y en otros con satisfacción, no solo desaparecen las últimas reservas de bienes naturales e interferimos letalmente con ciclos vitales como el del agua, sino que nos convertimos en un basurero nacional, liquidamos los cuerpos de agua y los suelos y envenenamos la atmósfera.
Los problemas ambientales han alcanzado dimensiones de crisis y prácticamente son inmanejables. La política pública ambiental ha fracasado.
La buena fe unida a la desesperación, creo yo, es lo que induce a algunas personas y entidades a proponer nuevas acciones: nuevas áreas protegidas, nuevas autoridades de cuencas, nuevos instrumentos, nuevos proyectos. Todo esto, que no es más que parches, no tiene ya sentido.
Se necesita una completa renovación del marco político, legal e institucional que sea capaz de controlar las crisis y restaurar ciertos niveles de calidad ambiental. Pero para esto, también hay que mejorar el sistema y la doctrina que niegan el cuidado de la vida como principio ordenador de la realidad. La pregunta es: ¿Cómo se hace esto?