Miraba maravillada cómo los jóvenes veinteañeros vivían una vida que yo imaginaba en aquel momento sin límites. Los veía seguros de sí mismos, vanidosos y orgullosos de sus gloriosos cuerpos. Jóvenes universitarios cuyas ocupaciones eran estudiar, rumbear y enamorarse.
Después de esperarlo tanto, al fin alcancé las dos décadas doradas. Como lo había soñado tantas veces, esos años gloriosos de la universidad fueron intensos y llenos de aprendizajes. Como todo lo bueno, aquella etapa llegó a su fin y los 30 marcaron mi vida por completo.
En los 30 aparecen las cosas serias de la vida adulta: el trabajo, la pareja, los hijos, las hipotecas y las obligaciones. Pero, a pesar de todo este cúmulo de responsabilidades, sientes que la vida fluye y que tú vas conduciendo en el carril correcto. Los años pasan lentos, los días son largos y las noches aún más. Generalmente, en esta etapa de la vida te sientes feliz cada vez que cumples años porque estás trascendiendo en este mundo. Estás dejando tu marca en la humanidad.
Dice la Kikis, una stand-up mexicana, que uno celebra en grande los cumpleaños más significativos pensando que vivirá el doble de los años que cumple. Así, al llegar a los 30 haces tremendo pachangón porque tienes la certeza de llegar a los 60. Pero, cuando alcanzas los 40 y te comienzan a salir las inevitables canas en tu vello púbico, empiezas con las dudas y los quizá. Quizá si no hubiera tenido tanto sexo sin condón, quizá si no hubiera fumado tanta mota, quizá si hubiera ejercitado otras partes del cuerpo, además de la boca y la mano cargando la cuchara, y así un chingo más de quizá. Y es que llegar a los 80 no parece ser cosa fácil. Lo peor es que, una vez que cumples 40, los años comienzan a venir como en estampida. Después de los 40, los años pasan volando.
En países como Guatemala, muchos ancianos pasan sus últimos años de vida en miseria, despojados de toda dignidad, sin seguro médico ni seguridad social.
En un abrir y cerrar de ojos llegas a los 50. Después de ahí, los años solo pisan. Las rodillas te truenan, la espalda te duele, el ácido úrico no te deja en paz y, si te desvelas una noche, tienes que pasar tres días recuperándote. La fuerza de gravedad se ensaña contigo. Tus tetas caen derribadas como las Torres Gemelas, y aquel tatuaje seductor de la Venus de Botticelli saliendo erguida en medio de tus nalgas ahora más bien parece una gorda de Botero atrapada entre dos moles de carne. La melena afro de tu entrepierna, de la que presumías a tus 20, ahora comienza a poblarse de canas. Pelos blancos tiñen el monte de tu pubis como si fueran surcos de leche derramada. Decía una amiga caboverdiana que una vulva con canas confiesa tu edad.
Antes de los 40 los años pasan, a los 50 pisan y ya después solo pesan. Cada paso, cada día, cada año pesa. Los amigos nos empiezan a abandonar: se marchan al descanso eterno. El mercado los desecha y el Estado los abandona. En países como Guatemala, muchos ancianos pasan sus últimos años de vida en miseria, despojados de toda dignidad, sin seguro médico ni seguridad social.
Recientemente se implementó en Costa Rica un programa estatal que acompaña y prepara a los mayores de 50 años para su vejez. Es un programa de prevención que busca reducir costos hospitalarios futuros a la vez que cuida al adulto mayor. Lujo de programa que ni Suecia tiene.
Los años pasan, pisan y pesan: eso es inevitable. Pero el Estado tiene la obligación de pensar y planificar esa vejez para que sea de calidad. Hoy Guatemala está a tiempo de hacerlo.