Algo había en el acento que se me facilitaba. Debo confesar que imitaba la forma de hablar de los argentinos y que así era como el italiano fluía. Al menos me entendían. Pero tengo bastante tiempo de no hablarlo y dudo que ahora pueda pedirme ni siquiera un macchiato.
Pasan los años, y ya no podemos nombrar a todos nuestros compañeros de clase del colegio por mucho que hayamos pasado con ellos nuestra juventud. Menos a los maestros. Tenemos, eso sí, una facilidad para hacer memoria de cómo nos sentíamos en ciertas épocas de nuestras vidas. O al menos eso creemos. Está demostrado que cambiamos los recuerdos cada vez que los reexaminamos y que con esos cambios modificamos nuestra historia personal.
Algo así pasa con la historia. No es exagerado lo de que la escriben los vencedores. Además, se suele contar desde un plano elevado de eventos grandes, pero la realidad es que está compuesta por las pequeñas experiencias de todos los que viven en el mismo período de tiempo. Nunca entendí por qué no nos enseñaban qué pasaba en el mundo entero en un mismo momento. Así, cuando leí por primera vez que las pirámides de Egipto existieron al mismo tiempo que los mamuts en Europa, me hicieron tratar de integrar esos conocimientos.
Aprendemos bien muchas cosas que no son necesariamente ciertas y olvidamos algunas importantes. Podríamos ponerle más atención a abrirnos a la posibilidad de revisar los datos que nos hemos metido en el cerebro, sobre todo cuando surgen nuevos y mejores. De alguna forma, así hemos reivindicado a los neandertales: sacándolos del papel de cavernícolas inferiores y aceptando que muchos sapiens tienen alguna parte de su ADN.
Es imperativo hacer una evaluación de cuáles de esas creencias nos sirven para avanzar y cuáles deberíamos retirar de la conciencia colectiva.
Y si eso sucede con datos que nos parecían científicos e irrefutables, ¿qué no puede ocurrir con las creencias y formas de pensar que se basan en observaciones fluidas del comportamiento humano? Todo lo que nos enseñaron puede y debe ser objeto de revisión, y es nuestra soberana obligación como seres pensantes cuestionarnos si ese filtro por el que vemos la vida no necesita una graduación, sobre todo cuando son indefendibles ciertas posiciones por sus resultados.
Qué poco nos tomamos la molestia de ir a limpiar un poco el clóset de la memoria fáctica, a la vez que desechamos cualquier información nueva que nos confronta. En la parte puramente personal, aquí podrían estar todas esas creencias que nos metimos en los años formativos y que toman el control de la voz interior para relatarnos todos nuestros defectos uno a uno y aumentados con los años. Esa parte de nuestra programación básica, lamentablemente, no siempre se puede desaprender. Olvidar las cosas que se quedaron grabadas con cincel en nuestro subconsciente requeriría un borrón y cuenta nueva, y eso aún no lo logramos. Tampoco sé si quisiera hacerlo. Pero toca aunarle nuevas experiencias y creencias personales que nos ayuden a salir a flote.
Vivimos en una sociedad con cosas aprendidas desde mucho tiempo antes de que formáramos parte de ella. Esto es cierto en cualquier parte del mundo. Además, cada uno tiene una versión distinta de los hechos que lo llevó hasta donde está. Es imperativo hacer una evaluación de cuáles de esas creencias nos sirven para avanzar y cuáles deberíamos retirar de la conciencia colectiva. Tiene mucho que ver con las historias que contamos y con la apertura que tenemos para escuchar a los demás. Sin importar qué tan bien las hayamos aprendido, hasta eso podemos olvidar.
Tal vez recuperamos algo que sí nos sirva. Y tal vez no sea tan difícil volver a aprender. Probaré pedirme un capuchino la próxima vez.