Las reglas

Me lo he inventado en el camino y le he puesto esa única norma, aunque no sé para qué sigo poniendo reglas si acá, igual, ya nadie respeta nada. Así lo advertí hace un rato cuando alguien me aventó el carro en una calle donde yo llevaba la vía, aunque creo que soy consciente de ello desde hace mucho. Fue allí cuando comenzó a vibrarme el ojo izquierdo, que me pasa seguido ahora. Hasta dejé de fumar para ver si se me quitaba. Cuando sucede, me llevo rápido la mano al párpado. Seguro ya se me volvió más un tic, como el de apacharme la nariz entre los dedos cuando estoy nerviosa, porque no sirve para nada más que para ocultarlo. Pero ¿de quién? Qué importa. Igual, sobo mi párpado con las yemas de los dedos y lo mantengo cerrado unos segundos.

Estar respirando este aire húmedo me mantiene irritada. La posibilidad de una lluvia detrás del ambiente tosco y gris se evapora entre el viento tibio y se hace cada vez más improbable, más remota. Ya estoy a una más de que se me arruine el día. Cualquier cosa, hasta algo que se asemeje inocuo, insignificante. Como lo puede ser no encontrar parqueo donde acostumbro o que me llamen de un número equivocado o que me quede sin batería en el celular cuando aún no me ha entrado el mensaje que estaba esperando. Ya estoy en ese momento donde no me siento, donde ya no soy yo la dueña de mis emociones. Así es como se instaura en uno la tiranía. La tiranía del desborde la he llamado.

Entonces decido poner otra regla. La regla será que hablemos de cualquier cosa, menos de la inconformidad. Quiero raspar con mis uñas rosadas el sentimiento de incertidumbre que tengo desde el lunes de hace una semana hasta que lo recubra una costra de adormecimiento, esa que también se logra con el alcohol o las drogas, aunque al final es lo mismo. «Numb», repito suave, en inglés, porque me parece que la palabra es hermosa: adormecer, anestesiar, entumecer. Casi automáticamente empiezo a buscar otras palabras que me parezcan igual de hermosas. Fragmento es una de ellas. O etéreo. Pero, aunque intente distraerme, la realidad me sigue sobrepasando a cada minuto pese a que me permita divagar o perderme por ratos en mis pensamientos desordenados.

Es que no por sentirte libre lo sos, al igual que no por tener la razón alguien te la va a dar.

Pero ahora la regla será que hablemos de cualquier cosa, menos del amor, porque eso me rebalsa. A menos que se vaya adoptando la serenidad como una especie de corriente espiritual, pero eso ya es otra norma. O que tratemos de dejar a un lado las estratagemas del amor, el veneno, lo sucio. Pero no, de eso mejor no.

Ya va terminando este día que es como cualquier otro, en el que estoy cansada de tantas reglas. ¿Seré libre entre tantas restricciones, entre tantos preceptos? Es que no por sentirte libre lo sos, al igual que no por tener la razón alguien te la va a dar. Igual, eso de andar pidiendo permiso para todo no es libertad. Porque ya está más que dicho que la libertad no se pide: se toma. No por sentirte libre dejás de someterte a las reglas, a las imposiciones: sociales, culturales, espirituales, sentimentales. Y así, cuando sentís, la vida ya es una jaula contigo adentro. Ahora llueve finalmente y yo salgo a recibir las primeras gotas con mi cigarro encendido, mi ojo tembloroso y el corazón estrujado entre el pecho como la permanente herida abierta. Estoy recostada sobre la pared mientras pienso que la última regla es que solo quiero estar un rato en silencio, sin hablar, oyendo cómo rebotan las gotas contra el suelo. ¿Será esa la última regla? Esa es. Que no hablemos de nada. Escucho cómo cruje el papel que se va quemando con cada furiosa jalada. Me doy cuenta del silencio que me rodea. Y es aquí, en este momento, cuando esa última regla, la del silencio, la de no poder decir nada o no tener nada que decir, me produce terror.

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