La torpeza y el fuego

Ya de forma anticipada a que surgieran, una vez sofocados, e incluso mientras los cuerpos de extinción hacían su trabajo, planeaba sobre nosotros el miserable fantasma de la especulación maderera  e inmobiliaria, la turbia presencia de los pirómanos y la siempre difícil gestión de los medios técnicos y humanos disponibles. Y, pasado el tiempo, todo eso sigue perfectamente vigente.

Antaño, cada verano tenía lugar infinidad de pequeños o medianos incendios en casi todas las regiones. Pero casi siempre se producía uno de dimensiones catastróficas, la guinda del amargo pastel, que dejaba no solo llanuras enteras cubiertas de ceniza, sino una gran desolación e impotencia en las gentes.

Recuerdo, por ejemplo, los incendios que en 1998 arrasaron cerca de 27,000 hectáreas en Cataluña. O las varias decenas de miles de hectáreas que a mediados de la pasada década fueron arrasadas por las llamas en los bosques de Galicia. Aunque,  tristemente, la lista es interminable y los ejemplos cada cual más frustrante.

Al menos, poco a poco, se van depurando responsabilidades. Por ejemplo, este pasado martes ha quedado visto para sentencia el juicio que se ha celebrado contra los tres procesados por el incendio de Guadalajara que en julio de 2005 acabó con la vida de los 11 miembros de un retén y arrasó 13,000 hectáreas de bosque y pinares. Aunque, con carácter general, siempre queda la sensación de que alguien o no ha pagado por su negligencia o ha podido sacar un buen beneficio de lo sucedido.

Y sin que parezca que podemos o sabemos hacer algo para remediarlo, este verano está siendo igual de trágico o más que los anteriores.  Prueba de ello es que, justamente en estos días, en la Comunidad Valenciana acaba de ser doblegado un conjunto de grandes fuegos que ha arrasado cerca de 50,000 hectáreas. Además, un piloto de helicóptero ha perdido su vida mientras trabajaba en las labores de extinción. Y lo peor es que, con total seguridad, no va a ser el único, ni el gran incendio ni, probablemente, el fallecido.

No sé si es que hemos asumido, como en tantas otras cosas, que este asunto es inevitable. O, quizá, igualmente como en tantas otras cosas, es que caemos en una inmensa languidez que nos impide reaccionar, o cuanto menos darnos cuenta de la gravedad y la fatalidad que supone un hecho como este. Parece, también, que más que como consecuencia de la languidez, estuviésemos ante una suerte de autoboicot, del que podemos encontrar ejemplos en otros muchos ámbitos de la vida pública y privada de este país.

Porque  durante los últimos años parecía haber menguado la superficie quemada. Pero la cifra de hectáreas calcinadas ha repuntado. Y hace cuatro o cinco años no había excusas válidas para explicar el aumento. Pero como con casi todo, ahora la maldita crisis vale como coartada y causa y terreno abonado.

Eso sí, mientras todo esto sucedía, volviendo a dejar claras sus preferencias como ciudadano y su forma de gobernar, Mariano Rajoy prefería presenciar en el palco de autoridades del Estadio Olímpico de Kiev la final de la Eurocopa.

A veces, su torpeza es tan grande que parece imposible que no sea más que una forma consciente de desviar la atención de lo realmente importante. En cualquier caso, ambas cosas, la torpeza y el fuego, son muy peligrosas ya sean espontáneas o provocadas, y le pueden estallar en las manos a cualquiera.  

 

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