La semilla de nuestra destrucción

Las obras de hace 50 años nos parecen muy anticuadas, con futuros que superamos hace muchos años. Pero yo sostengo que la ciencia ficción es el escenario perfecto para cuestionarse problemas filosóficos en un vacío de experiencias, de modo que podemos concentrarnos específicamente en el tema propuesto. Hace poco veíamos Ender’s Game con el niño de diez años, y salieron a bailar palabras grandes como genocidio y manipulación, que fueron mucho más fáciles de poner en blanco y negro así, con alienígenas y naves espaciales, que con humanos y eventos históricos.

Pero lo abstracto de la ciencia ficción también se puede bajar al plano de lo concreto, específicamente el tema de la aniquilación de una raza entera por cuestiones de falta de comprensión entre dos grupos de seres pensantes con valores en diferentes peldaños de sus escalas. Ver al otro con forma no humana es muy fácil, y durante todos los siglos de nuestra existencia lo hemos hecho para poder justificar exterminar a un grupo que no es el nuestro. Los grupos aún existentes de cazadores-recolectores que persisten en nuestra modernidad se autodenominan los únicos, y el resto es considerado como ajeno, no suficiente, casi igual.

Tendemos a pertenecer a grupos y a excluir a los que vemos como ajenos. Eso es normal. Nuestra vida moderna y civilizada nos ha enseñado a bajarles a esos instintos y a tratar de crear una comunidad global, que acoja a todos. Surgen así constructos políticos como la Unión Europea y movimientos mundiales para integrar personas de diversas ideologías. Escuchamos del esfuerzo para equiparar derechos. Hace mucho que en nuestra burbuja occidental no escuchamos abiertamente discursos que discriminen a personas por su color de piel, por ejemplo.

No hay forma de entender al otro sin quererlo. Y no se puede destruir lo que se quiere.

Pero… pero. En todas partes vuelven a surgir, como hongos luego de la lluvia, todos esos sentimientos privados de rechazo al extranjero, a lo diferente, a lo que no se entiende. Hasta en la misma forma en la que pretendemos integrar a las culturas distintas se nota esa falta de capacidad de verlas con otros lentes. En sociedades que tienen varias décadas de predicar el derecho de profesar diversas religiones, de que el único límite a la expresión es la responsabilidad individual, del respeto a las opiniones ajenas, la inmersión de grupos grandes de personas que no creen en estos valores básicos de las democracias nos deja básicamente sin herramientas para defenderlos. Es como si fuéramos un planeta de seres completamente pacíficos, que no creen para nada en la violencia, y nos invadieran alienígenas que todo lo conquistan a punta de guerra. Nuestra reacción sería acogerlos dentro de nuestra sociedad solo para ver cómo nos destruyen. El dilema allí está en que defenderse con las mismas armas con las que nos atacan es renunciar a los valores que nos hacen lo que somos. Pero no hacerlo porque no encontramos otra vía significa nuestra destrucción.

Las cosas en la vida real son mucho más complejas que un simple guion de película de marcianos verdes con naves espaciales llenas de tecnología avanzada que nos invaden y de los que tenemos que defendernos. Entre humanos no existe tal cosa como el otro, el menos, el casi. Todos somos humanos y debemos preservar para los otros los derechos que defendemos para nosotros. O dejamos de valer lo que cuestan nuestras palabras.

El camino, como se encuentra en esos libros de la serie de Ender de Orson Scott Card, está en comprender. No hay forma de entender al otro sin quererlo. Y no se puede destruir lo que se quiere. O al menos no deberíamos querer hacerlo.

scroll to top