Se llama Narcisa y siempre me pareció un nombre que le quedaba bien, de una tristeza solapada. De pequeña me prendía de sus trenzas, largas y abundantes, que con los años se fueron haciendo cada vez más ralas. Es una mujer pequeña, con bastantes libritas de más, sonriente, con una mirada fuerte y tierna a la vez.
Estuvo con mi familia por muchos años. Conmigo toda mi vida, hasta que cambiamos de casa. Fue quien me cuidó –día y noche–, cuando los otros se fueron de viaje al extranjero y alguien decidió no llevarme por comodidad (detalle que ya perdoné). Las fotos que en aquel tiempo se revelaban cada cierto tiempo, arman la antigua manera de ser de una línea cronológica perteneciente a mi niñez y juventud: Narcy siempre aparece abrazándome y “pelando los dientes” como ella me decía que tenía que hacer. Hablábamos en todos lados, en la pila mientras lavaba ropa, en la cocina cuando me daba clases personalizadas para aprender a tortear, en las gradas mientras barría, en la mesa de los grandes almuerzos de recados abundantes. Ella me decía “sol” en su idioma, yo en francés.
La vi hace poco en el funeral de una amiga que tenían en común con mi mamá. Está más delgada, con un problema de rodilla que le impide caminar a sus anchas. Esta envejeciendo, como lo están haciendo mis papás. La saludé y tenía sus ojos llorosos, pero con la sonrisa de mis recuerdos. Sin querer yo también comencé a llorar. Pensé que la vida en sus vueltas pudo quitármela la semana pasada. Sin prevenir, el azote de la tierra, era capaz de sorprender a Narcy camino al lugar que la vio nacer. Tal vez fuera ella a visitar a sus hermanos, a pasar unos días fuera de la capital y ahí ser una víctima de lo imprevisible. Pero no, todavía tenemos tiempo para compartir.
El temor de las réplicas que se vivieron por todos esta semana ha de ser terrible en San Marcos y en aquellos lugares en donde se vivió más fuerte. Las historias de mil- novecientos- setenta- y- seis vuelven a ser parte de las sobremesas. Todos están en alarma y la ansiedad de que exista otro episodio parecido, se vuelve pesado por momentos. Las víctimas mortales del terremoto (o temblor, sacudida, lo importante no es eso), son hoy el abrazo y la sonrisa ausentes, pendientes. La naturaleza nos recuerda lo vulnerables que somos y lo incapaces de sobreponer la vida humana a la corrupción y la mala gestión estatal que pudiendo prevenir, no lo hace.
Un abrazo solidario con aquellos que sufren la muerte, el frío, el hambre y la indiferencia de aquellos que se ponen a cuestionar si se vale o no la solidaridad en estos momentos.