Evelyn Matthei, sin embargo, no ha de estar pasando en estos momentos por el punto más idílico de la larga relación con su nacionalidad. Se ha ido quedando sola, mientras sus camaradas hacen las maletas y agarran para otro lado, cual pasajeros de un barco que va naufragar.
Y eso no deja de ser injusto con ella. Por sus antecedentes –es la hija de uno de los meros meros generales de Pinochet- yo pensé que oírla hablar iba ser como escuchar un eco del Jurásico.
Hace unas semanas me dio curiosidad y busqué videos suyos en la red. Me topé con una entrevista donde la escucho abordar una lista de temas -el aborto, el matrimonio igualitario, las diferencias dentro de su propio partido, la dictadura militar, los conflictos laborales y hasta la desigualdad económica- con una soltura y naturalidad que ya quisieran los políticos más progresistas de otras tierras.
Razones sobran para sospechar que la cosa no es más que un rebranding político. Pero después de haberla visto en otro par de videos más, tampoco me compro completa esta otra hipótesis. La candidata conservadora parece genuina en lo que dice.
Ella es una mujer inteligente y decidida, no hay duda. Pero no sé qué tanto mérito asignarle a ella en lo personal y qué tanto a esa sociedad chilena que toca ya las puertas del mundo desarrollado. Sea como sea, este mérito no la colocará en el Palacio de La Moneda el 15 de diciembre. Y no lo hará porque tiene frente a sí a otra mujer, una de las candidatas más formidables que pueda haber.
La elección que enfrentan los chilenos es una crucial, no por tener frente a sí –como en otras latitudes- grandes sacrificios por escoger sino por tener, en cambio, la oportunidad de escoger con quién y cómo pintarán un futuro que con toda seguridad será mejor.
No puede tampoco culparse a los chilenos por haber tomado ya su decisión. A quien le impongan la banda el próximo 11 de marzo le tocará duro. Será presa de expectativas tan grandes que no me sorprendería que se torne muy impopular en algún momento de su período, aún si los logros empiezan a llegar con rapidez. Por eso, sentarán en esa silla a alguien que no es extraña a eso de los logros imposibles y a arrancar la victoria de las fauces de la derrota.
En su redescubierta libertad política, Chile ha dado voz a un coro a veces disonante de expresiones. Sin embargo, todo parece indicar que será la socialdemocracia la bandera con la que el país navegue los mares de las próximas décadas.
Y esto es un desarrollo feliz de las cosas. Después de décadas de crisis, me parece que en el siglo XXI la socialdemocracia –en su mejor versión- sigue representando aquello que a algunos todavía nos pone la piel chinita: aquella tercera vía que los europeos ilustraban con una cadena rompiéndose por ambos extremos; por un extremo, el egoísmo individualista y por el otro el colectivismo autoritario.
Pero lo que es aún más feliz es que la antorcha que los europeos abandonan, cansados, haya encontrado a sus nuevos portadores en nuestro continente y que el futuro de la socialdemocracia esté unido a nombres como Chile, Brasil, México y, quizás también algún día, Guatemala.