El sábado leía cómo la manifestación por el aniversario de la Revolución de 1944 había terminado en una revuelta frente al Palacio de Gobernación, el cual tuvo como saldo vidrios rotos y las paredes llenas de grafitis.
De inmediato en las redes sociales, aparecieron las fotos junto a los comentarios de la gente; una letanía de odio similar a la que Julio Serrano recopiló en su blog en ocasión de la fotografía de Rigoberta Menchú en los medios.
Más de lo mismo. Mucho más. Al parecer este juego es como un bucle infinito en el que nos lanzamos gozosos. Algo que no me da gracia. Ni tampoco debería darle a nadie. Sobre todo con la levedad con la que se trata el asunto.
Cada ocasión en la que una de estas protestas reivindicatorias de los derechos humanos se sale de control es una pérdida para el discurso mismo. Es lo que la violencia conlleva. Si se usa como método para llevar una verdad, de inmediato suple el mensaje y se convierte en él. Con ello se vuelve estéril.
Me topé con gente preguntándose quién es peor: si el manifestante que destruye un edificio y ataca a los policías o si los agentes de la autoridad que han asesinado a los manifestantes. Vaya si no es un juego perverso. En este concurso de ver quién es el más violento, nosotros somos la moneda de cambio. Y esos juegos no los debemos tolerar.
Primero, no debe entrar en la misma categoría un crimen de tal magnitud como un asesinato junto a los daños a la propiedad estatal. El asesinato ha sido tratado profundamente durante los últimos días. Luego, los daños a la propiedad estatal, tampoco es algo que debe celebrarse: yo pago mis impuestos y con ellos se mantiene ese edificio, es decir, han dañado algo que nos pertenece a todos.
Supongo que en el imaginario del que daña el edificio, el lunes, cuando la autoridad lea lo que han escrito ahí cambiará su actitud. Al barrer los cristales rotos y hacer el presupuesto para reemplazarlos mientras cotizan en juntas de licitación de lo más transparente, dirán: hemos errado, ahora vamos a cambiar. Sí, claro. Al final, no tiene otra utilidad más que un ejercicio para expulsar de manera ciega la rabia y nada más.
Basta con leer los comentarios de la gente en las redes sociales. O en las páginas de los medios de comunicación. Este sistema se sotiene porque ha amurallado sus fronteras. Y las políticas gubernamentales no varían porque hay una mayoría los respalda, una que prefiere que las cosas sean así aunque estén mal, porque se ha dejado convencer que de cualquier otra manera estarían peor.
Asociar un mejor futuro a gente destrozando cosas tampoco me resulta posible. Uno de los fines primordiales de una protesta es lograr empatías. Hacerte sentir que no estás solo y que tu demanda es también la de otros.
Las protestas son vitales para una democracia. Por eso la gravedad del crimen de Totonicapán. Pero ello no legitima para repetir el mismo patrón. Leí por ejemplo, alguien proponiendo un genocidio de ladinos. Razones para matar siempre habrá. Hitler mismo creía estar haciendo el bien; pero está claro que ningún bien incluye el exterminio.
Pero cómo reconocer entonces cuál es el camino: pues el que ponga a la persona por sobre cualquier cosa y por sobre el poder. Y para ello existe el Estado; para proteger a la persona. El sistema debe funcionar en favor de la humanidad. Si el sistema no funciona de esa manera, debe ser sustituido o mejorado para hacerlo funcionar. Pero usar la violencia para lograrlo es sólo repetir los mismos errores que presenta, o más bien, legitimarlo.
Si en algo ha triunfado el espíritu conservador es en minimizar toda acción que busque reformar las cosas. Y si hay algo en lo que deba ponerse atención es en modificar la manera en que se exigen las cosas. Hay quien defiende las pintas como una muestra de un pueblo inteligente y fiscalizador. Llevo viéndolas desde que era niño y nada ha cambiado desde entonces. Salvo que ahora puedo leer a la gente pedir que maten a otra porque bloquea una carretera, usando su nombre y apellidos en las redes sociales .
Habrá entonces que pulir el discurso, depurándolo de las ideas violentas. Saber qué se quiere para exigirlo con decisión, pero con la suficiente calma para escuchar al otro.
¿Cómo llegar ahí? Hay lecciones que podríamos aprender en lugares inusuales. Leyendo un ensayo de Alan Mills sobre literatura hacker, pensé en las múltiples opciones de la idea. Qué es al final “el sistema” sino una ficción. Una sumatoria de códigos, leyes, instituciones, un lenguaje propio como tal. Esta ficción debe funcionar en pos del usuario. Pero si no es así, debe ser reparado.
¿Cómo hacer tal cosa? Conociendo los códigos y utilizando el lenguaje del sistema. Apoderándose de él. Vamos, una revolución a mi juicio ha dejado de tener validez como un acto de imposición, y debe ser por mucho, para que se sostenga, un acto de convicción.
¿A quién convencer? Pues como lo haría un hacker: por la parte más vulnerable. Encontrar la fisura en el imaginario; la clase media, por ejemplo, esa que ahora mismo comenta con ira en las redes sociales. Aprender su lenguaje y modificar el código. En el momento en que esta gente sienta empatía entre sí y se convenza de que el sistema no es funcional, podrían cambiar las cosas.
Esperar que el sector más pudiente en términos económicos modifique algo es iluso. Para ellos todo está bien mientras puedan sacar una fortuna. Esperar que el pobre sea el que realice la revolución es una inmoralidad.
Mientras tanto, esta ciudad permanece como un campo de batalla. Un polvorín que cualquiera puede prender a la menor provocación.
Hay noches en las que imagino que esta ciudad está siendo bombardeada. Me imagino debajo de la cama, abrazando a mi hijo, mientras le digo que todo va a pasar. Que se calme. Que son los dinosaurios.
Quizá esa sea una postal justa de mi vida. Aferrándome a la inocencia mientras afuera los aviones llenos de discursos siguen destrozando lo que queda de nosotros.