Estrés post traumático/ volvieron los violadores

Fue una pendejada y luego tuve que explicarle, con bastante vergüenza por qué le dije así de feo si ella quería ayudarme. Resulta que estaba detenido a la altura de la barda de la entrada del estacionamiento de El Paso Times, buscando mi tarjeta magnética para levantar la barrera. Habrán transcurrido 45, 90, 120 segundos, puede que más, y yo seguía buscando la dichosa tarjeta, un poco encabronado de que valen 25 dólares y ya es la segunda que pierdo en el año y pico que tengo de vivir en el desierto.

En eso, con el rabillo del ojo veo una sombra que se acerca de pronto y me grita (siento como si me grita) “a ver qué te pasa, guey”.

Seguro no me dijo eso, pero eso fue lo que oí. Era la compañera de trabajo, pasando su tarjeta para que yo pudiera entrar al estacionamiento y dejar de bloquear la entrada.

En lugar de ella, vi al cerote que hace ya dos años y pico me mostró escuadra para robarme un celular. Ese mismo cerote que me puso la escuadra en la cara cuando le intenté dar el celular barato de Antonio. “Dame el Iphone o te querés morir, juelagranputa”, me dijo el amable motociclista.

Y estoy tratando explicar a mi compañera de trabajo -es más bien una compañera de edificio. Ella trabaja en El Paso Times, yo para otra empresa que renta una oficina en las instalaciones del diario-, estoy tratando de explicarle que haberle dicho hija de la mala madre es más una reacción instintiva, una especie de estrés post traumático light.

Hablando con un ex combatiente de Iraq y Afganistán, el chavo -un hombre de 32 años totalmente roto por su enfermedad mental- me cuenta que vive con miedo, que tiene ansiedad constante, que incluso años después de los hechos que le tocó presenciar aún tiene miedo de la gente y evita las multitudes.

Y de un tiempo para acá, un poco como parte de un proyecto que tengo, un poco por joder y un poco por hacer conversación con la gente, me he dado a la tarea de preguntarle a la gente qué los hace sentirse estadounidenses, qué los hace sentir como que pertenecen a ese grupo de personas que se llaman estadounidenses y qué los hace sentir que otro estadounidense es estadounidense como ellos.

He encontrado mil respuestas (mil es un decir, porque apenas comienzo a sondear el tema). Algunas muy acartonadas, algunas otras muy agudas. Otras simplemente descabelladas.

Es, también, una exploración especular sobre lo que significa ser guatemalteco. Sobre cuáles son esas tres o cuatro fibras que sirven de hilo conductor a la noción de guatemalidad, si es que eso existe.

Ayer, buscando información migratoria que facilite la inminente visita de los chicos, me topé con un comunicado de prensa del Ministerio de Gobernación en la página de la dirección de migración.

En pocas palabras dice que ser mujer y andar de noche después de las ocho de la noche son cosas que no pueden ocurrir al mismo tiempo. Supuse que habrían vuelto los violadores.

Me lo confirmó I. Dice que en el noticiero dijeron que lo mejor era no salir de noche, que anda una banda de asaltantes y violadores en las zonas 11 y 7.

Guatemala es de esos países donde los crímenes -y hablar de ellos- se ponen de moda cíclicamente. A veces hay oleadas de secuestros, otras son los violadores. Por temporadas llegan los boqueteros y les suceden los secuestros express.

Ahora son los violadores y el gobierno dice que lo mejor es no salir de noche. Quizá debería aconsejar ya no salir de casa o mejor aún, no salir sin compañía. O ya, en una propuesta audaz y radical, mandar cambios de sexo a las mujeres para disuadir a los violadores.

Y poco a poco se inundan los muros de Facebook de mis amigos y conocidos con comentarios sobre el tema. Unos se quejan de vivir en Guatemala, pero algo les ata al país y por eso les resulta imposible dejarlo. Otros hacen el tema una piedra política para reventarle las ventanas del Patriota. Otros, simplemente ya no saben ni qué putas decir.

Pero todos tienen miedo.

Y poco a poco me va cayendo el veinte de que una de esas cuatro o cinco fibras del tejido más íntimo de lo que significa ser chapín debe ser el miedo.

Es curioso, porque últimamente he descubierto que sistemáticamente se me olvida echar llave a la puerta de casa por las noches. Y, desde que comenzó a hacer calor en serio, duermo con las ventanas abiertas. Debe ser que inconscientemente quiero luchar contra ese miedo que llevamos todos engrapado a la cédula o el DPI.

En Tejas, puedes decir que ya te has hecho tejano cuando puedes usar “y’all”, “fixin’ to” y “nu-uh” con absoluta propiedad. Otros países lo miden con la dieta, las costumbres, las tradiciones. En Guatemala, uno de los ritos iniciáticos que separan a los chapines y los extranjeros chapinizados del turista es el hecho de haber sido víctima de un crimen.

Una vez te asaltan, te roban, te extorsionan o te intimidan, ya nada vuelve a ser lo mismo. Nunca.

Las cosas que se llevaron no valían nada, me dijo después mi hermana. “Pero me quitaron la tranquilidad”, me confesó.

Cuando me robaron a mí, supe lo que quería decir. Más de un año después de haber salido de la ciudad del terror, no me termino de asimilar. No podría decir que me he integrado y que soy habitante de la región fronteriza donde me toca vivir.

Los más de los días no me siento tan guatemalteco como antes. Hasta que viene alguien y me pega un buen ahuevón. Uno de esos que casi me cago. Y entonces de pronto, vuelven de golpe la marimba, los tamales, los paisajes, los ideales, Carlitos Peña, el cantautor y el cerote con moto y pistola. Pero sobre todo, vuelve el miedo, ese miedo tan guatemalteco como tú.

Quizá algún día logre curarme de eso.

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