En el primero de los casos, el marido abusador tenía 69 años, y los honorables jueces consideraron agravante para imponer una condena tan alta porque la esposa no llevó en cuenta que su violador era “de la tercera edad”. En el segundo, el violador era mucho más joven, 28 años, pero igualmente ebrio y violento. En ambos casos, las mujeres fueron atacadas por sus convivientes con armas blancas, en un caso un machete y en el otro un cuchillo. Ambas se defendieron, una con un cuchillo, que en la reyerta cortó el cuello del agresor armado de machete, y la otra con el propio cuchillo con el que su agresor trató de herirla. Ninguna premeditó el crimen, actuaron en defensa propia y ante maridos violentos, acostumbrados a usar a su pareja y no a compartir con ella su sexualidad.
La diferencia en las sentencias son abismales, en el primer caso quien impuso la pena de 25 años fue el Tribunal Tercero de Sentencia Penal, integrado por tres abogados varones. En el segundo, la sentencia corrió a cargo del Tribunal Décimo Tercero de Sentencia, esta vez presidido por una abogada, la jueza Edna Beatriz Maxia. Los jueces varones fueron drásticos, la edad del agresor muerto les conmovió el ánimo y también, posiblemente, que el “venerable anciano” estuviera borracho. Ninguna de las detenidas pudo presentar testigos presenciales de descargo, pues en ambos casos las muertes sucedieron en o próximas al lecho nupcial y los únicos que presenciaron la disputa fueron los pequeños hijos de ambas.
A favor de la segunda de las implicadas se ha creado una pequeña red de solidaridad que trata de reunir los fondos necesarios para que la condenada pague la cantidad equivalente a los días de prisión (Q10,000), pero la madre del occiso ha interpuesto una demanda por daños y costos judiciales que asciende a Q200,000. La madre ya no quiere vivo a su hijo, sino lo ha convertido en dinero y en la necesidad de ver a su ex nuera podrirse tras las rejas.
Ella no supo hacer de su hijo un marido pacífico, pero ahora exige de la nuera una reparación económica más allá de sus posibilidades.
La primera de las reos no tiene esa presión, su anciano marido parece que ya no tenía madre y no hay quién le demanda reparaciones económicas. En su caso, los solidarios jueces varones se han encargado de enviarla por la vía más expedita a podrirse tras las rejas.
Los hechos son bastante claros, ¿quién ha dicho que la mujer no es objeto pasivo para el placer de su marido? Si la mujer se resiste, recibe una soberana paliza y de cualquier modo es violentada. Y si en la batalla por decidir sobre su cuerpo agrede a su violador, pudiéndole causar la muerte, la sanción judicial es rápida y dura. Puede que un poco benévola, como la que se intentó imponer a Mónica Gabriela, pero por lo general es varonilmente drástica, como la que se impuso a Alicia.
Nadie sale a marchar, con el apoyo de los medios y de los sindicatos empresariales más importantes, para exigir que los hombres respeten a las mujeres dentro y fuera de casa, que se denuncie y castigue pronta y severamente la agresión intrafamiliar. Nadie marcha para exigir que los estupradores que embarazaron a niñas menores de quince años vayan pronto e inmediatamente a la cárcel. Es más, nadie exige que los médicos y parteras que atiendan esos embarazos deban denunciar a esos hombres como agresores sexuales. Todo lo contrario, si una niña sufre violación y resulta embarazada, su condena será casarse con el agresor, para con ello “limpiar la honra familiar”, sin que importe un comino el futuro social, psicológico y físico de esa madre niña.
Pero resulta que ante todo ese panorama, ancestralmente reiterado, hombres y mujeres con mayor información y conciencia han comenzado a oponerse. Demandan que la mujer tenga derecho absoluto sobre su cuerpo, de su sexualidad y, claro está, de su placer. Que si el marido que se les imponga no resulta la persona adecuada para su desarrollo personal pueda pedirle que se marche, sin que por ello deba vérsele como paria o enferma.
Cientos de miles de mujeres viven hoy como madres solteras, felices de atender a sus hijos antes que doblegarse ante la violencia y el abuso del machismo inculcado, tristemente, por aquellas madres que no fueron capaces de liberarse de la dominación patriarcal en que vivieron.
Construir una familia y vivir en pareja no es pues una obligación ni una necesidad histórica. Existe basta evidencia empírica que muestra que los niños que conviven con sus padres separados son mucho más equilibrados y sanos que los que conviven con parejas de padres en conflicto y en permanente agresión verbal y física. Promover una libertad sexual responsable exige entender que hombre y mujer no son propiedad uno del otro, y que si hoy creen que pueden vivir juntos, mañana pueden constatar que no era la relación que buscaban. Los varones no tienen por qué aprender su sexualidad en prostíbulos y buscar en su clase social a las vírgenes, so pena de tratar a éstas como aquéllas.
Oponerse a todo ello, defender una familia ideal que no siempre existe, negarse a ver el avance de las sociedades es lo que ha dado en llamarse familismo, un movimiento social que, por lo visto, en Guatemala sigue robusto, apadrinado por jueces machistas, madres alcahuetas del machismo de sus hijos y autoridades educativas incapaces de poner en marcha un efectivo programa de educación para la salud reproductiva.