Me pasé el resto de la tarde pensando en eso. La traducción es «condena de la memoria», pero también se conoce como «condena al olvido». Es una sanción que aplicaban los romanos y que consistía en borrar todo lo ligado al condenado. Aunque se podía aplicar a cualquiera, recaía principalmente en emperadores. Era eliminar cualquier vestigio de su existencia: monumentos, títulos, libros, imágenes, hasta el registro de su nombre. La condena era no haber existido nunca y constituía, en esencia, el peor castigo.
¿Cómo saber si tuvieron éxito los romanos? Si lo tuvieron, no lo sabríamos. No habría forma. La idea me resultó fascinante, aunque más tarde pensaría en Borges: «Solo una cosa no hay. Es el olvido». Como dimensión inevitable, qué cosa tan poética el olvido. Pero la idea siguió invadiéndome. Nos imaginé allí en el futuro. Es una tarde nublada, estamos frente a la televisión y yo hago brincar tercamente mis piernas con las puntas de los pies porque escuchar sentencias siempre me pone nerviosa. La pantalla proyecta la sala de la Corte Suprema de Justicia atiborrada de periodistas, de abogados, de acusados, y el tribunal está de pie, condenando al olvido a los nuevos emperadores, a los que corrompieron el sistema. Una sentencia histórica, la llamaron. La sala se llenó de lágrimas, de celebraciones de alegría, de abrazos triunfantes. Alguien salió a una tienda cercana a comprar varias de esas ametralladoras interminables. Luego vino el Plan de Implementación del Olvido (PIO), que dio inicio de inmediato y tuvo éxito. Después de un año ya no hablábamos de eso. A los cinco años ya habíamos olvidado el plan. A los diez años, los niños no tenían conciencia de lo que había sucedido. El PIO culminó con la destrucción de la misma sentencia y de todo el material que dejara evidencia de ella. Las generaciones que vivimos la sentencia tendríamos ya solo el recuerdo del recuerdo que va quedando (porque la memoria es más compleja que el olvido). Tanto éxito tuvo el olvido que, cuando los emperadores volvieron a tomarlo todo, nadie recordaba quiénes eran y les entregamos de nuevo el sistema.
Dejé de fantasear. Pensé entonces en la corrupción, en los casos que han salido a la luz desde el 2015, en la tarde cuando la lluvia nos refrescó en la plaza, en los juicios pendientes, en las pequeñas batallas que se luchan en espacios que incluyen desde los círculos familiares hasta los escuadrones netcenteros en redes sociales, en el falso nacionalismo, en cómo ha crecido la palabra odio. «Ustedes no tienen derecho al olvido», escribí en esta hoja para no olvidarlo. No se puede cerrar el pasado y esperar que eso abra una dimensión distinta al futuro. Benedetti vino a salvarme vestido de poesía: «De todo quedan huellas, pistas, trazas, muescas, indicios, signos, apariencias». Sobre estos nuevos emperadores, el peor castigo sería olvidarlos. Lo sería para nosotros. Nos dejaría inertes, desarmados ante cualquier nueva embestida, que no tarda en llegar.
Dije que no iba a escribir de política. Por eso escribo de justicia. Para los corruptos, el peor castigo siempre será la justicia.