¿Por qué? Porque conforman el escaso porcentaje de población que tiene la dicha de cursar estudios universitarios: un 5% del total nacional.
Definitivamente eso es una suerte. En un país donde el nivel de analfabetismo abierto llega casi al 25% del total de la población, tener la posibilidad de llegar a un aula universitaria es todo un don, un verdadero motivo de orgullo.
Estudiar una carrera universitaria ha sido, sigue siendo y todo indica que, al menos en el corto plazo, seguirá siendo un privilegio reservado a pocos. Por tanto, quienes acceden al mismo tienen asegurado, de terminar exitosamente sus estudios, un mejor futuro económico que quien no fue beneficiado por esa situación.
Un mundo basado en la exclusiva idea de lucro económico ve en la obtención de esos recursos (¡dinero!) una meta en sí misma. Dentro de esa lógica, tener un título universitario es un seguro pasaporte al bienestar. Un universitario –verdad inobjetable– gana más que alguien sin título. De ahí lo de “privilegiado”.
Ahora bien: ¿qué decir del papel de la universidad en nuestra sociedad?
La respuesta inmediata es: está para brindar la formación de profesionales, la promoción de mano de obra calificada. Paralela a esa formación técnica para el trabajo viene la otra, la que no se ve en lo inmediato: la formación ideológica, la transmisión de valores, de esquemas de pensamiento. Y es preciso decir que, hoy por hoy, la universidad –al menos en términos generales– prepara a sus graduados para ser profesionales autónomos, sabedores de esos privilegios (de esa minoría que se encuentra en el bajísimo porcentaje de quienes disponen del preciado cartón).
Pero la universidad puede –o debe– ser otra cosa. Según lo indicado por la Constitución nacional vigente: “cooperará al estudio y solución de los problemas nacionales” [elevando] “el nivel espiritual de los habitantes de la República, promoviendo, conservando, difundiendo y transmitiendo la cultura”. Es decir: no solo es la instancia educativa encargada de graduar a los profesionales; tiene en sus manos otro cometido: ayudar a resolver los problemas nacionales.
Si vemos nuestra realidad, no pareciera que ese sea hoy día el papel dominante de las casas de altos estudios.
En Latinoamérica, las universidades tienen una larga historia. La primera nace en 1538, en Santo Domingo. Todas las que se van fundando reflejan el modelo medieval traído de Europa, asociado con los poderes de la realeza y la Iglesia católica.
La preparación profesional se separaba de los centros de generación del conocimiento. Frente a este modelo de profesional liberal surge otra concepción en Alemania, donde aparece la “universidad de investigación”. Allí, la enseñanza técnica se combinaba con la generación del conocimiento puro y la ciencia, lo cual tuvo el valor de una verdadera revolución académica. Ese esquema investigativo fue consolidándose en Europa durante el siglo XIX y luego en Estados Unidos, acorde al crecimiento económico que iba impulsando más y más desarrollos técnicos para la floreciente industria. El modelo se solidificó y es el imperante hoy día, en el que se da una asociación directa del conocimiento generado en la universidad con su aplicación práctica en la esfera económica, vía empresas privadas básicamente. En el transcurso del siglo XX, la investigación científico-técnica terminó por ligarse enteramente al crecimiento económico, y las ciencias pasaron a ser el sostén de la industria moderna. El modelo universitario, por tanto, pasó a ser una actividad inseparable del crecimiento económico del capitalismo desarrollado.
En el siglo XXI, esa tendencia se mantiene y profundiza, más aún con los nuevos paradigmas de producción caracterizados por la globalización de la economía y el paso hacia la “sociedad de la información y el conocimiento”, basada cada vez más en tecnologías de punta. La tendencia es poner la universidad de investigación al total servicio del mercado, llegando así a la noción de “universidad empresarial”, donde lo que cuenta es la óptima relación costo-beneficio concebida desde el lucro y donde se va esfumando la idea de desarrollo social, de extensión y servicio comunitario. Todos estos procesos, surgidos en los países que marcan el rumbo, llegan a la región latinoamericana como tibia copia. No hay, en general, procesos con dinámicas propias. Siempre se ha tratado de imitar al Norte, visto como opulento y modelo a seguir.
¿Y qué hay de lo declamado en la constitución entonces? De ustedes, los privilegiados que hoy leen este artículo, depende la respuesta.
* Licenciado en Psicólogía y en Filosofía. Argentino de origen, vive en Guatemala desde hace 16 años. Investigador social, docente universitario y escritor.