El otro «negro»

Hay una creencia de conveniencia en la mentalidad del estadounidense wasp. «Una vez abolida la esclavitud (con el enorme costo de vidas humanas en la guerra de secesión) y una vez abolida la segregación, el racismo estructural y expresado en la política pública es cosa del pasado». Lo anterior es completamente falso, pero pone de manifiesto precisamente por qué las dinámicas en los espacios de corte micropolítico son tan importantes. Si lo comentarios de Trump vertidos sobre mexicanos hubiesen sido vertidos sobre afroestadounidenses o judíos, ¿las cosas en Estados Unidos seguirían como van? Posiblemente no. Pero en la experiencia colectiva de esa marea blanca que acuerpa el populismo de Trump parece que hay cierta invisibilización del racismo. Me explico: los mexicanos en Estados Unidos, al no haber sido sujetos colectivizados en una experiencia de esclavitud y formalmente segregados del espacio público, no están sujetos a los condicionantes del racismo estructural/histórico. Lo anterior es el argumento de un interesante ensayo titulado How the Black/White Paradigm Renders Mexicans/Mexican Americans and Discrimination against Them Invisible, que apunta a esa actitud hipócrita de limitar el acto racista solo a la experiencia esclavista. La relevancia de la experiencia histórica de un grupo étnico cuenta solo si hay tal cosa como el fenómeno de la plantación esclavista.

El resto de grupos étnicos no blancos emigrado a Estados Unidos, en este caso los mexicanos, tiene una historia híbrida en la experiencia del racismo estructural estadounidense. Durante la segunda guerra mundial, los soldados de ascendencia mexicana o mexicanos de nacimiento —pero enlistados— eran clasificados como blancos en los papeles oficiales. Hasta aquí, todo bien. Pero la dinámica del espacio privado, sobre todo a raíz de los veteranos de guerra, demostraba que estos soldados de color café eran excluidos de cafeterías, hostales, hoteles, hospitales, etc. Esta historia tiene matices si no nos quedamos solo en la costa este. En California, durante los años 1940, los famosos Zoot Suit Riots mostraron el odio visceral con el cual soldados blancos golpeaban a muchachos de ascendencia mexicana simplemente por los rasgos fenotípicos. Esto sucede inmediatamente después de que en Estados Unidos los estadounidenses de origen japonés son colocados en campos de detención. Y en el southwest hay una historia muy poco conocida de segregación de estudiantes chicanos en el sistema educativo público. Actores mexicano-estadounidenses famosos como Edward James Olmos fueron testigos de esta realidad de la cual, por cierto, Hollywood poco ha hablado.

El racismo expresado hacia lo mexicano en Estados Unidos ha servido como mecanismo circulante del racismo histórico. Sustituye el odio visceral tradicional hacia los afroestadounidenses o los judíos y permite el aparecimiento de ese otro radical sobre el cual se deposita la violencia simbólica. Por ahí pasaron también los mismos irlandeses, que aunque blancos sufrieron la discriminación por su práctica religiosa católica hasta que demostraron que podían ser tan brutales como los wasp en cuanto a la represión del negro. Este interesante argumento se plantea en el texto How the Irish Became White, de Noel Ignatiev.

¿De qué estamos hablando?

Estamos hablando de otros espacios menos perceptibles pero igual de graves. Desde la primera década del siglo XX los mexicanos en Estados Unidos contribuyeron a la expansión del oeste trabajando como mineros, pero las condiciones laborales distaban de ser dignas. Estamos hablando de la campiña del southwest, donde los mexicano-estadounidenses allí asentados sufrieron por décadas jornadas agotadoras de trabajo, con salarios por debajo de lo permitido. Y estamos hablando de los estereotipos que Hollywood ha construido sobre los mexicanos: el latin lover (basta recordar las películas de Rudolph Valentino The Sheik —1921— y The Son of the Sheik —1926—) o el estereotipo de la doméstica (Evita Muñoz, Chachita, y sus roles en buena parte de las películas estadounidenses en las que participó). Estamos hablando del hombre dominado por sus pasiones, del bandido y del haragán, del mexicano borracho dormido en la calle con un gigante sombreeeroo que dice «siesta». Cintas más recientes como Sicario, Salvajes, El mariachi o Traffic tampoco ayudan mucho, dicho sea de paso.

Hay que repetirlo. Trump y su retórica son el tapón levantado de una olla de presión para un votante que no acepta las limitaciones del discurso políticamente correcto. El Sur confederado estadounidense como proyecto cultural aún no se repone de la derrota militar de 1865 y tampoco se repone de la limpia que eliminó los residuos de racismo de las bases políticas partidistas republicanas cancelando el KKK y vetando candidatos con simpatías de supremacía blanca. Pero el beaner provee otra vez de un nuevo tipo de otredad con la que se materializan los odios y los temores.

Esto hace a Trump no solo detestable, sino aterrador. Porque además hay que notar su totalitarismo invertido (Sheldon Wolin, Democracy Incorporated) de proyecto político. La forma clásica de totalitarismo se invierte, el racismo por xenofobia se suaviza y el poder brutal ya no gira en torno a un demagogo, sino encuentra su expresión en el anonimato del Estado corporativo. Las fuerzas corporativas detrás del totalitarismo invertido no son movimientos totalitarios clásicos porque fingen honrar la política electoral, la libertad y la Constitución. Corrompen y manipulan los mecanismos que hacen posible la democracia. Sumadas a los rasgos racistoides, estamos ante un deterioro espantoso de la democracia marca Acme.

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