Ha servido como fachada que dice estar al servicio de la sociedad, pero que genera lucro como empresa privada para sus dueños y su patrón, o como disputado botín de vulgares ladrones. Sin embargo, la situación comienza a ser poco controlable. El Estado no está por ningún lado cuando se necesitan respuestas a las necesidades vitales de su población. La crisis se sale de las manos, se desborda, y ya comienza a mermar la cantidad de cínicos que se ríen de los que injustamente son tildados de locos, madres irresponsables o indios muertos de hambre.
Desde que vivimos en comunidad, no solo se ha pensado en la política como fin en sí misma, sino se vio en la política un medio para alcanzar la mejor forma de vivir. La política tenía que estar al servicio de los ciudadanos. Desde buscar la justicia y la armonía hasta el temor a la muerte violenta, confiamos en un tercero —el Estado— del que nos asumimos parte, pero del que también vemos que tiene vida propia a través de representantes, instituciones y políticas públicas que deben dirigirse al servicio como parte del contrato social, del acuerdo que tenemos entre la organización general de lo público y yo, individuo y ciudadana. Ese pacto no se respeta, y me pregunto si es porque el Estado ha dejado de existir mínimamente para responder a sus ciudadanos. El Estado, el que se nos enseña en las aulas de las universidades, ha muerto o sigue muerto. Hoy lo que tenemos es una organización y una burocracia que se hace pasar por un Estado y que sigue rindiendo tributo a los intereses de todos, menos de la mayoría y de los necesitados. Eso no significa que no debemos luchar por el Estado que queremos. Más bien es necesario tener claridad de qué Estado tenemos para defenderlo o no (me inclino por lo segundo), para saber cuándo interpelarlo o denunciar, para saber qué esperar de él.
Decía el mismo loco que llegaba demasiado pronto para decir que alguien había muerto porque era una muerte que estaba en camino, avanzada, comenzando a rumorearse entre las calles, en las instituciones públicas, en las mesas de las familias. Es posible que aún no caigamos en la cuenta de la defunción de un Estado y de un cadáver que seguimos defendiendo porque es la única manera que conocemos en la actualidad, en nuestro tiempo histórico. El Estado ha muerto. El Estado sigue muerto. Y que muera y se entierre pronto este Estado que de nada sirve. Construyamos otro, uno nuestro, que no permita corruptos ni cínicos. Imagino un Estado que nos permita participar a todos, que no dé pie a que niños de primaria lo interpelen por quitarles maestros. Un Estado en el cual ningún representante o funcionario público responsabilice a una madre de que su niño muera en una banqueta de la ciudad. Donde no se legitime el derecho a violar a una mujer por ser novia.
¿No seguimos oyendo el ruido de los sepultureros que han enterrado el Estado? Mientras los vemos en los periódicos pasar uno a uno a los tribunales, mientras sabemos sus nombres y reconocemos lo que han hecho, es momento de mucha solidaridad, tal vez uno de los principios más importantes que debemos defender en una sociedad como esta, y de enseñarle al Estado qué es lo que esperamos de él.